“Hay una casa de campo en donde he
pasado varios veranos de mi vida. He pensado a veces en aquellos veranos, pero
no eran ellos. Había grandes posibilidades de que quedaran muertos para mí. Su
resurrección ha dependido, como todas las resurrecciones, de un puro azar.”
Marcel Proust
“Contra Sainte-Beuve”
Cuando esta
luz radiante que arrasa ahora la vida en el centro feliz de los veranos sea una
luz antigua, o más lejos aún, cuando no exista esta luz de este tiempo en mis
retinas, ¿qué será de este amor que ahora me viene en limpias oleadas a las
manos, de esta torpe alegría que me turba cuando pienso en lo bueno de este
instante de intensa plenitud? Me recuesto en la hamaca y dejo caer el libro de
Banville en la hierba. Es fresca la mañana todavía y ninguna amenaza se atreve
a perturbar la paz en que me hallo, abandonada a la lenta lectura y a la
holgazanería de un sábado de julio.
La escena
que dibuja mi memoria en la pantalla del párpado tiene todos los ingredientes
para ser tópica. Es verano otra vez. Hay un niño en la orilla que está mirando
el mar. La espuma de las olas le cae sobre los pies, sobre el aún inestable
equilibrio de sus diminutos pies. Y él la mira caer, y deshacerse, y ríe, y
chapotea, y busca la mirada de su madre, y luego la del mar, y piensa en adentrarse
y no se atreve y se echa para atrás. También en esta escena todo ocurre
despacio. Supongo que todo sucede siempre despacio junto al mar. Las voces se
mitigan o se funden con el rumor del oleaje. Los pasos se amortiguan. El tiempo
avanza perezoso, como envuelto en una sordina. Quizás por eso las estampas de
los veranos junto al mar permanecen inmóviles en la cabeza. No hay movimiento
en ellas. Esa lentitud, esa molicie, ese extrañamiento frente a lo azul es lo
que John Banville, ya en El Mar (Anagrama, 2006) consigue atrapar y retener en
sus páginas, como una burbuja de cristal tallada con palabras que contuviera en
su interior todas las sensaciones de la infancia y sus estíos. Como una flor de la memoria
abriéndose en nuestra cabeza. Una flor de memoria hecha con recuerdos ajenos y
que sin embargo confluyen en el mismo, en esa escueta pero mágica lista de
recuerdos comunes ¿Quién, si cierra los ojos un momento y piensa en los
veranos, no se ve junto al mar?
Sobre la
memoria. Sobre lo caprichoso de la memoria (ése gran viejo tema de la
literatura) habla el libro (de Banville) que acabo de dejar caer en la hierba:
Antigua luz (Alfaguara, 2012). Y al hilo de sus palabras: el mar. El mar y mis
veranos. Hay otros temas quizás: la iniciación al sexo, el amor, la muerte, la
otredad, en fin, hay otras excusas. Pero de lo que nos habla, con una prosa
bellísima, cercana a la poesía, es de esa Madame
Memoria, esa “gran y sutil fingidora”, de cómo reconstruye nuestro pasado
con su caprichoso régimen de idas y venidas, con la leve consistencia de las
huellas en la arena. “Los pecios que elijo salvar del naufragio general -¿y qué
es la vida, sino un naufragio gradual’- a veces asumen un aspecto de
inevitabilidad cuando los exhibo en sus vitrinas, pero son azarosos”, dice en
la primera página del libro.
Pienso en
esa frase. En la trampa narrativa que supone -adoro los juegos metaliterarios-,
en Banville hablando a través de Alexander Clave, en cómo los recuerdos van
salpicando el relato sin orden aparente. En esa clave final que da sentido
narrativo al texto y que justamente es lo único que el protagonista no
recordaba. Y mientras eso ocurre, el libro nos impregna con su sensualidad
veraniega, con una mezcla de voluptuosidad verbal y epidérmica. Siempre naufraga en las aguas de la memoria un verano mítico pugnando por
salir, por ser salvado:
“Puesto que
parece que nada de lo creado se destruye, sino que sólo se disgrega y se
dispersa, ¿no podría ocurrir lo mismo con la conciencia individual? ¿Adónde va
cuando morimos, todo lo que hemos sido? Cuando pienso en aquellos a los que he
amado y perdido soy como alguien que vaga entre estatuas sin ojos en un jardín
al anochecer. En el aire que me rodea hay un murmullo de ausencias… Esas cosas
que había entre nosotros, ésas y una miríada más, una miríada de miríadas, son lo que permanece de ella, pero ¿en qué se
convertirán cuando yo ya no esté, yo, que
soy el depositario y el único que las conserva?"
Alexander
Clave hace la pregunta y Banville la contesta: la única herramienta que nos
permite recuperar todo aquello, aquel verano mítico, aquel tiempo perdido, es
la escritura.
Comentarios
Publicar un comentario