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Mostrando entradas de 2020

Alas para volar

Uno de los grandes tesoros de la infancia es la capacidad de ver unas cosas a través de otras: adivinar trenes en las cajas de cerillas, hacer volar palomas en las sombras de unas manos, o intuir monstruos tras las puertas del armario en noches de tormenta. Luego la edad adulta nos va inyectando su dosis de realidad y las metáforas se convierten en un simple divertimento intelectual. Entendemos que una cosa se pueda parecer a otra, pero somos incapaces de verlo -como decía Ortega- al través. Las cosas se nos van volviendo literales como los frutos que caen en otoño del árbol. El poeta intenta mantener la mirada del niño despierta para poder escribir, para que las metáforas no vengan mediatizadas por la razón y por tanto sin vida. Alimenta su fe como quien da de comer a las palomas. El poeta admira al niño porque sus metáforas están vivas y trepan por las paredes como enredaderas llenas de savia. El profesor, sin embargo, se siente incapaz de hacerlas crecer. La educación con sus inerci

Sabor

El 20 de agosto mi tía Antoñita preparaba helado de mantecado con crocanti. Era uno de los muchos manjares que se cocinaban para celebrar el cumpleaños de mi abuela. Granizados, fartons, tartas de limón con merengue, emparedados de atún con tomate, embutido y habitas, cocas de pisto, dulces de anís… Mi abuela era la mayor de cinco hermanas, la g ran matriarca de la familia. La única mujer que no había trabajado fuera de casa. Su misión había sido cuidar de todos los que sí salían a trabajar. Y también de mí. Era la hermana mayor, la madre, la abuela. El 20 de agosto nos juntábamos todos en el chalet alrededor de varias mesas improvisadas con caballetes y puertas de madera. Los niños nos bañábamos en la piscina mientras los mayores tomaban sus cervezas y contaban anécdotas. A veces se sacaba una guitarra. A veces un juego de mesa. A veces había globos y cucañas. Mi abuela y sus hermanas se sentaban en un extremo del jardín y posaban para las fotos. Todas con sus babis de flores. Cuando

Vista

Son las ocho y media de la mañana. El hibisco de al lado de la terraza tiene dos flores que comienzan a abrirse. Pienso que podría sentarme frente a ellas y contemplar el tránsito. Sentarme y mirar cómo se desenvuelven sus pétalos, cómo se dan a la luz. Meditar debe ser eso. Coger una silla, sentarse y contemplar la lentitud, hacerse uno con ella, desaparecer. Desde aquella mañana de verano en que mi abuela extendió su dedo dirigiendo hacia ellas mi vista y mi atención, las flores del hibisco son para mí un símbolo de lo efímero, una alegoría del verano. Mira, me dijo, ¿Has visto esas flores rojas? ¿Sabes por qué les llaman ‘flor de un solo día’? , pues eso porque se abren por la mañana y por la noche, mueren. Después se quedó mirando la mata como quien no ha dicho nada, como quien piensa que las flores no son más que flores, sin connotaciones ni monsergas, y se marchó a seguir con sus cosas. Yo me quedé un rato delante de la flor antes de meterme en la piscina, admirando su estallido

Piel

La verdad de la piel reaparece en verano con una claridad que nos desarma. Su mandato sin ley nos hunde en la penumbra del deseo: el mínimo temblor de esa brisa serena que llega en la mañana y nos hace buscar en la sábana muda el perdón de su amparo. La piel que es la memoria de otras pieles y a la vez nada sabe, porque es como una niña que reclama su ración de caricias. Agua fría de mar,  arena entre los dedos de los pies, abrazo de toalla, el tacto de la piedra junto al río, el roce de la sábana, los hombros, la cintura, las cosquillas. El tacto que es el gran desconocido. Y que nos desconoce. Pues solo se puede tocar la piel ajena con nuestra propia piel. La piel que nos reclama, la piel que deseamos, tiene el tacto de nuestros propios dedos, la textura de nuestras manos. La suavidad, una quimera. Imposible saciar el afán de mecerse en otros brazos, pues de allí procedemos, de la cuna matriz, del brazo rama, del otro corazón en nuestro oído. El amor es la piel, es el contacto

Sonidos

Si fuera posible, me gustaría poder escribir un poema sobre el sonido que emite la judía  ferraura  al romperse en una mañana de julio. El baile de las manos que las parten sobre la mesa de mármol mientras el calor avanza como una promesa. Quien dice  ferraura  dice  rojet  o  perona . Y dice también  si fuera posible . Porque se puede escribir un poema sobre el sonido de las hojas al caer en el bosque, sobre el murmullo de la fuente fresca al bajar de la montaña y brotar del caño, sobre el zumbido insidioso de algunos insectos, incluso sobre el ruido de las motocicletas. La explosión húmeda y contundente del primer chapuzón en las aguas azules, la música de la radio de los vecinos repitiendo los éxitos del verano, las voces en sordina de los niños que juegan en la orilla. Cigarras y grillos, ranas, verbenas, oleaje y tormenta. El verano tiene sus propios sonidos –el silencio insondable de la siesta, el pizzicato de pelotas de goma sobre las paletas de playa, diálogos de película en u

Olores

Hay olores que pertenecen al verano de una forma tan rotunda que dudo que se puedan percibir con nitidez fuera de esta época del año. El baladre después de un día de intenso calor, el Aftersun sobre la piel quemada, la tortilla francesa a las nueve de la noche, las brasas, el gasoil de las motos, la leve humedad de las toallas de rizo, el cloro de la piscina, el jazmín, el galán de noche, los primeros  pespuntes de la madrugada sobre el cielo de agosto, la hierba recién cortada, la vaharada tóxica pero necesaria del Aután, del Flit o la Citronella, la tapicería recalentada del coche al volver de la playa, la goma de las gafas de bucear, la crema solar mezclada con arena, las algas acumuladas en la orilla de cualquier cala, la avena seca que cruje en los márgenes de las sendas, el champú en el pelo recién lavado, la piel desnuda y caliente después de un día de sol, los cítricos de un cóctel, las sábanas tendidas secándose al aire libre que es el tiempo vacío y que se abre en el firmame

El níspero

El níspero es un árbol elegante de estilo japonés que crece feliz en el clima mediterráneo. En algunas zonas de Alicante hay grandes extensiones de nísperos tapados con plásticos que parecen pequeños mares en miniatura. En mi familia se le llamaba nisperero para diferenciarlo del fruto, pero al crecer leí en algún sitio que la lógica verbal derivaba aquí en un uso incorrecto y que, al menos en el lenguaje escrito, lo adecuado era decir níspero. El que hay en mi jardín es, como la gran mayoría, un ejemplar de poca altura cuyas ramas se extienden hacia los lados creciendo hacia arriba en forma de pirámide y que en primavera da a luz unos frutos mediocres pero buenos que se suelen convertir en comida para los pájaros por falta de recolección. Dicho así parece un níspero anónimo, uno más de los muchos que crecen en los jardines de los chalets del Camp de Túria, un níspero cualquiera, con sus anodinas vicisitudes frutales y carente de historia. Lo que nadie sabe es que ese níspero fue

La libertad, querido Sancho

Esta noche ha caído un pequeño aguacero y el aroma que se ha colado en la casa por los cristales entreabiertos de la cocina ha despertado al caracol. Después de siete días en la misma posición, tras una semana eterna de inmovilidad y agónicas premoniciones, el bicho se ha puesto a caminar por la caja, se ha rebozado en harina, ha chupado el cartón, ha dejado su baba en forma de extraños jeroglíficos (quién sabe si versos y en qué idioma) por todos los rincones y ha intentado trepar (quizás lo haya logrado) a los altísimos brotes de lenteja que crecen para él dentro de una preciosa maceta de color rojo. El caso es que viéndolo así, feliz entre los elementos naturales, he comprendido que ha llegado el momento de separarnos. Sería injusto, ahora que sabemos más si cabe lo valiosa que es la libertad, mantener su absurdo cautiverio. En estos días, el caracol, confinado igual que nosotros, se ha convertido en una metáfora y su permanencia en casa no tiene ningún objeto más que el capricho

La prisa del caracol

Dijo el caracol: esto sí es prisa voy como una exhalación Antonio Machado (Proverbios y cantares) El caracol lleva cuatro días sin moverse. Le he puesto restos de calabacín y espinaca, un rabito de zanahoria y hasta un trozo de queso. También he puesto a germinar unas lentejas por si prefiere los brotes tiernos. Desde que se comió los versos de Juan Ramón, no ha vuelto a probar bocado. Ni se ha movido del sitio, ni ha sacado sus viscosos cuernos al sol. Quizás se ha tomado demasiado en serio la consigna de estos tiempos -quédate en casa- y no se ha enterado de que hoy ya podemos salir a dar paseos o a correr. El caso es que verlo así, tan inmóvil, tan inerte, me ha recordado una historia medio cómica y medio triste de mi infancia. Fue en el cumpleaños que mi amiga Paula García Sabio celebró en un chalet de La Canyada. Cansadas de las cucañas, los árboles y los juegos, con las rodillas llenas de rascones y las perfectas coletas completamente despeinadas,

Caracol matutino

Esta mañana ha aparecido un caracol dentro de la nevera. Debió de llegar a bordo de alguna acelga o de alguna espinaca hace ya muchos días. Pegado al cristal del cajón de la verdura, aterido de frío, quién sabe si en una hibernación extemporánea, esperaba otro milagro de la primavera. Con mucha delicadeza lo hemos retirado de su jaula frigorífica, de su pequeño y oscuro paraíso de verduras frescas y lo hemos trasladado a un lugar soleado dentro de un recipiente con hojas de lechuga, buganvilla y unas gotas de agua. Al cabo de un minuto ya estaba reviviendo, sacando sus antenas, estirando su cuerpo extraterrestre y buscando el abismo del bol en el que estaba.  Después ha dado un salto y se ha marchado en busca de aventuras. El olor de la tierra que hay en la maceta donde crece hace meses la begonia encendía su afán, guiaba sus pasitos arrastrándose, el hilo plateado de su baba. ¿Dónde vas, desdichado?, le hemos dicho al hilo de una historia que escribió Antonio Moreno. Y entre risas

Nostalgia de montaña

La historia empieza y termina en el mismo sitio, en el mismo lugar donde termina el viaje y empieza el cuento: en las palabras que, como las piedras en el lecho de un río, intentan frenar la corriente sin conseguirlo. No detener, sino ralentizar. No inmortalizar, sino recordar. La idea de montaña no se desvanece en la llanura, persiste en estas palabras, se clava en medio del folio de mis párpados como una astilla de luz. Recordar la montaña, reivindicarla, es ahora más que nunca un acto necesario, un imperativo moral. Escribir sobre ella es una forma de traer al presente su lección, de no olvidarla durante todo el año. Delante de mis ojos, interpuesta entre el mundo y mi conciencia, persiste su figura aunque no esté, como siguen los árboles meciéndose en la noche aunque no los veamos. No sabemos del bosque mas que el sueño de bosque que en nosotros perdura. Del árbol, su paciencia y sus afanes de subir a lo alto. Sabemos de la cumbre lo que el tiempo levanta en la eterna distancia

Adelfas

De repente es verano. Mientras desayunamos, me quedo mirando la adelfa que crece tras el arco de la terraza. El leve movimiento de sus hojas contra el cielo recién amanecido. Creo que la adelfa es la planta más típicamente mediterránea que conozco, más que el naranjo o la palmera. Si tuviera que elegir una planta como emblema del Mediterráneo, la elegiría a ella sin ninguna duda, aunque la llamaría  baladre , que es más valenciano. Si echo la vista atrás, puedo decir que el  baladre  está presente en todas las escenas de todos mis veranos desde la más tierna infancia. Cualquier chalet que se precie, cualquier medianera digna   tiene que contener, aunque sea, un ejemplar de adelfa.  Sin embargo, no siempre le he tenido cariño. Su fama venenosa y mi tendencia infantil a la ficción trágica, me hicieron odiarla cuando era niña, tanto, que una vez me caí de la bici encima de una de ellas y estuve todo el día pensando que me iba a morir. Tampoco le tengo mucho cariño a las flores, que s

Mujercitas

La primera vez que leí Mujercitas, debía tener ocho o nueve años. Como estaba lloviendo mucho no nos habían dejado salir al patio y tuvimos que refugiarnos en la biblioteca. Todas queríamos el ejemplar ilustrado de la famosa novela de Louisa May Alcott y discutíamos a gritos en aquel viejo templo de los libros y el silencio. Pronto la bibliotecaria bajó de su limbo lector y vino con gesto perruno a poner paz en la tierra mientras el grupo rebelde se iba disolviendo por las mesas. Sólo otra niña y yo insistimos en desear ese volumen y permanecimos muy dignas en defensa de nuestro derecho a elegir. Con ínfulas salomónicas, la bibliotecaria se dirigió a la estantería próxima y cogió un ejemplar viejo de la novela: un libro con tapas rojas y páginas amarillas carente de dibujos y que ninguna de nosotras había visto jamás. La edición ilustrada se la quedó la otra niña y a mí me tocó el tomo polvoriento. Yo miré a la bibliotecaria con los ojos inundados en lágrimas sin comprender nad