De repente es verano. Mientras desayunamos, me quedo mirando la adelfa que crece tras el arco de la terraza. El leve movimiento de sus hojas contra el cielo recién amanecido. Creo que la adelfa es la planta más típicamente mediterránea que conozco, más que el naranjo o la palmera. Si tuviera que elegir una planta como emblema del Mediterráneo, la elegiría a ella sin ninguna duda, aunque la llamaría baladre, que es más valenciano. Si echo la vista atrás, puedo decir que el baladre está presente en todas las escenas de todos mis veranos desde la más tierna infancia. Cualquier chalet que se precie, cualquier medianera digna tiene que contener, aunque sea, un ejemplar de adelfa.
Sin embargo, no siempre le he tenido cariño. Su fama venenosa y mi tendencia infantil a la ficción trágica, me hicieron odiarla cuando era niña, tanto, que una vez me caí de la bici encima de una de ellas y estuve todo el día pensando que me iba a morir. Tampoco le tengo mucho cariño a las flores, que se me antojan un poco mórbidas, blandengues, fofas. Incluso hay una de sus variantes de rosa que me parece el ejemplo canónico de lo cursi y lo ñoño, un rosa entre el chicle y el helado, vulgar y pegajoso.
En realidad, creo que lo que más me gusta de la adelfa no es la adelfa en sí sino la sombra que la adelfa proyecta sobre las cosas. El juego de luces y sombras que dibuja sobre las mesas y las terrazas, sobre las fuentes y los jardines, sobre los bancos, sobre las pieles. O el dibujo que vibra a mi lado ahora mismo en la balaustrada blanca de la terraza, las sombras en movimiento que matizan los volúmenes y los coronan de luz y de laurel (pues de ahí viene su nombre, de su semejanza con el laurel y por tanto de su cercanía a Dafne).
Aún así, si lo pienso bien, creo que la razón definitiva de mi actual cariño por estos arbustos se debe sobre todo a la sombra del brillo de las adelfas pintadas por María Moreno y que tiemblan en mi memoria desde hace unos años, cuando tuve oportunidad de verlas en una exposición en Madrid. Las pinceladas blancas de la luz que son los pétalos, la ensoñación de sus ramas, lo vacío y exangüe de su copa, la simpleza del motivo y la intensidad de la visión permanecen flotando en mi memoria sin marchitarse desde hace mucho tiempo. Supongo que de alguna forma son el símbolo de algo que adoro: el destello de la luz sobre las cosas en un día cualquiera de una vida cualquiera. La luz sobre las cosas, sean mármol, mirada, pared blanca o adelfa.
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