El níspero es un árbol elegante de estilo japonés que crece feliz en el clima mediterráneo. En algunas zonas de Alicante hay grandes extensiones de nísperos tapados con plásticos que parecen pequeños mares en miniatura. En mi familia se le llamaba nisperero para diferenciarlo del fruto, pero al crecer leí en algún sitio que la lógica verbal derivaba aquí en un uso incorrecto y que, al menos en el lenguaje escrito, lo adecuado era decir níspero. El que hay en mi jardín es, como la gran mayoría, un ejemplar de poca altura cuyas ramas se extienden hacia los lados creciendo hacia arriba en forma de pirámide y que en primavera da a luz unos frutos mediocres pero buenos que se suelen convertir en comida para los pájaros por falta de recolección.
Dicho así parece un níspero anónimo, uno más de los muchos que crecen en los jardines de los chalets del Camp de Túria, un níspero cualquiera, con sus anodinas vicisitudes frutales y carente de historia. Lo que nadie sabe es que ese níspero fue alguna vez el centro del universo. Lo fue cuando la niña era niña y pasaba aquí los veranos interminables de la infancia, ese tiempo mítico que nunca termina de pasar. Aunque entonces la niña tampoco lo sabía, claro. Ella se había limitado a coger un ladrillo grande de una obra cercana (y que alguien bautizó como bardo) y ponerlo entre las ramas principales. De repente el níspero ya no era un níspero, sino una cabaña. Y después uno de sus lugares favoritos. Y más tarde alcanzó la categoría de centro del universo u olimpo en miniatura probablemente porque desde allí era fácil mirar sin ser vista a la gente que pasaba por la calle, subirse con un almohadón y leer durante un rato, inventar aventuras que transcurrían por pasadizos secretos a través de la valla del chalet o fingirse un robinson a la deriva que tiene que sobrevivir sin medios en un lugar hostil cazando pájaros y recolectando frutos. La niña recuerda que hasta le instaló un ascensor artesanal fabricado con cuerdas y poleas por si tenían que subirle víveres.
Visto con perspectiva, es decir, visto desde aquí, que es desde la terraza, con mi tamaño y experiencia actual, resulta difícil imaginar a la niña sentada allá arriba. Sobre todo porque ese arriba es una distancia muy corta y el espacio que hay entre las ramas resulta incómodamente pequeño. Probablemente son la imaginación y el recuerdo quienes han ido construyendo esa imagen, llenando el níspero, y también la mañana, de emociones y pensamientos poéticos. Es fácil que apenas subiera un par de veces y que ahora, en mi cabeza, parezca que fueron cientos. Al fin y al cabo eso es la memoria: la historia que nos contamos mezclada con la que nos cuentan. Una narración ficticia que puede partir del hecho más insignificante como ya se encargó de demostrar el memorioso escritor francés después de comerse una magdalena. En el silencio de la mañana recién estrenada, el sonido de las hojas del níspero al caer sobre la tierra ha abierto un capítulo de arqueología personal. Lo que queda de aquella niña en la niña que soy ahora ha acudido hasta el árbol, se ha asido a sus ramas y ha vuelto a repetir el impulso de subirse a sus brazos (no lo ha hecho por temor a romperlo o a romperse). Después se ha quedado mirando el cielo entre sus hojas alargadas y durante unos instantes todos los tiempos se han superpuesto, allí a la sombra del níspero ha vuelto a atisbar de nuevo ese fugaz y rotundo estado del ánimo al que a veces nos gusta denominar centro del universo.
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