Hay olores que pertenecen al verano de una forma tan rotunda que dudo que se puedan percibir con nitidez fuera de esta época del año. El baladre después de un día de intenso calor, el Aftersun sobre la piel quemada, la tortilla francesa a las nueve de la noche, las brasas, el gasoil de las motos, la leve humedad de las toallas de rizo, el cloro de la piscina, el jazmín, el galán de noche, los primeros pespuntes de la madrugada sobre el cielo de agosto, la hierba recién cortada, la vaharada tóxica pero necesaria del Aután, del Flit o la Citronella, la tapicería recalentada del coche al volver de la playa, la goma de las gafas de bucear, la crema solar mezclada con arena, las algas acumuladas en la orilla de cualquier cala, la avena seca que cruje en los márgenes de las sendas, el champú en el pelo recién lavado, la piel desnuda y caliente después de un día de sol, los cítricos de un cóctel, las sábanas tendidas secándose al aire libre que es el tiempo vacío y que se abre en el firmamento de cualquier noche estival. Siempre he pensado que los olores son una forma de eternidad: el ancla de la que disponemos para detener la deriva irremediable del tiempo y sus veranos.
Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse. Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.
Me ha entusiasmado el olor de tu escrito.
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