Son las ocho y media de la mañana. El hibisco de al lado de la terraza tiene dos flores que comienzan a abrirse. Pienso que podría sentarme frente a ellas y contemplar el tránsito. Sentarme y mirar cómo se desenvuelven sus pétalos, cómo se dan a la luz. Meditar debe ser eso. Coger una silla, sentarse y contemplar la lentitud, hacerse uno con ella, desaparecer. Desde aquella mañana de verano en que mi abuela extendió su dedo dirigiendo hacia ellas mi vista y mi atención, las flores del hibisco son para mí un símbolo de lo efímero, una alegoría del verano. Mira, me dijo, ¿Has visto esas flores rojas? ¿Sabes por qué les llaman ‘flor de un solo día’? , pues eso porque se abren por la mañana y por la noche, mueren. Después se quedó mirando la mata como quien no ha dicho nada, como quien piensa que las flores no son más que flores, sin connotaciones ni monsergas, y se marchó a seguir con sus cosas. Yo me quedé un rato delante de la flor antes de meterme en la piscina, admirando su estallido rojizo y radiante, lamentando los restos arrugados de las que cayeron ayer. La elocuencia de la metáfora abría ya sus pétalos dentro de mí y las flores del hibisco se enlazaban para siempre al paisaje natural de mis veranos. Yo no sabía entonces que ya los fabricantes de estampados para camisas hawaianas y fundas de silla de terraza se habían encargado de crear esta unión. Ni tampoco que Andy Warhol las había utilizado en alegres serigrafías. Sus flores extraterrestres, me parecían seres venidos de otro lugar, como si sus largos estambres con antenas amarillas y estigmas rojizos, fueran antenas parabólicas a la espera de una conexión interespacial. A veces, todavía hoy, me acerco a ellas para escuchar el rumor de lo que dicen, su canto fugaz al presente fugaz que nos acoge. Las escucho decir en su lengua remota lo que ya conocemos, que el verano pasará pronto, que pronto llegará septiembre, y que más pronto aún caerá sobre nosotros la noche que concluya este día glorioso de verano. Pero luego, si permaneces el tiempo suficiente, te cantan en su idioma cósmico ese célebre aforismo de Machado: que hoy es siempre todavía, y en concreto las diez, las diez de una mañana de agosto de 2020, y que aquí donde se abren sus pétalos es ahora, lo único que existe, este momento en que las flores y las palabras por fin están abiertas.
Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse. Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.
Comentarios
Publicar un comentario