Uno de los grandes tesoros de la infancia es la capacidad de ver unas cosas a través de otras: adivinar trenes en las cajas de cerillas, hacer volar palomas en las sombras de unas manos, o intuir monstruos tras las puertas del armario en noches de tormenta. Luego la edad adulta nos va inyectando su dosis de realidad y las metáforas se convierten en un simple divertimento intelectual. Entendemos que una cosa se pueda parecer a otra, pero somos incapaces de verlo -como decía Ortega- al través. Las cosas se nos van volviendo literales como los frutos que caen en otoño del árbol. El poeta intenta mantener la mirada del niño despierta para poder escribir, para que las metáforas no vengan mediatizadas por la razón y por tanto sin vida. Alimenta su fe como quien da de comer a las palomas. El poeta admira al niño porque sus metáforas están vivas y trepan por las paredes como enredaderas llenas de savia. El profesor, sin embargo, se siente incapaz de hacerlas crecer. La educación con sus inercias mercantilistas va matando despacio esa capacidad poética. Va matando al niño y al profesor también. Las cajas se convierten en cajas que se pueden sumar, las manos en manos que su vez son el complemento directo de una oración carente de poesía, las sombras en sombras que son estándares de aprendizaje, rúbricas y criterios de evaluación.
Por suerte a veces pasan cosas. Cosas que te devuelven la fe y un eco de aquella mirada que nos intentan robar. Alumnos que te comprenden o profesores que te abren los ojos. Cosas como un niño paseando con su abuela por mi calle y que al pasar cerca del níspero que hay en mi jardín se ha detenido a coger dos hojas secas. Su abuela, pobre adulta sin gafas de mirar a través, ha seguido su curso. Al verla avanzar sin detenerse, el niño ha salido corriendo detrás de ella con las hojas al viento. Mira abuela, le ha dicho mientras le daba alcance, estaban ahí en el suelo. ¿El qué?, le ha dicho ella. Unas alas para volar.
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