Esta mañana ha aparecido un caracol dentro de la nevera. Debió de llegar a bordo de alguna acelga o de alguna espinaca hace ya muchos días. Pegado al cristal del cajón de la verdura, aterido de frío, quién sabe si en una hibernación extemporánea, esperaba otro milagro de la primavera. Con mucha delicadeza lo hemos retirado de su jaula frigorífica, de su pequeño y oscuro paraíso de verduras frescas y lo hemos trasladado a un lugar soleado dentro de un recipiente con hojas de lechuga, buganvilla y unas gotas de agua. Al cabo de un minuto ya estaba reviviendo, sacando sus antenas, estirando su cuerpo extraterrestre y buscando el abismo del bol en el que estaba.
Después ha dado un salto y se ha marchado en busca de aventuras. El olor de la tierra que hay en la maceta donde crece hace meses la begonia encendía su afán, guiaba sus pasitos arrastrándose, el hilo plateado de su baba. ¿Dónde vas, desdichado?, le hemos dicho al hilo de una historia que escribió Antonio Moreno. Y entre risas y bromas lo hemos vuelto a poner en el cuenco. Confundido por el viraje de los acontecimientos, ligeramente aplastado e inestable en la superficie blanda de la lechuga, se ha quedado pensando unos instantes, apenas un minuto, pues es un caracol intrépido e impaciente, y se ha vuelto a poner en movimiento. Esta vez ha cruzado de un salto a la maceta y ha trepado veloz hasta la tierra. A dónde ira después no lo sabemos. Tampoco qué será de su destino. Lo que haremos con él. Si es adulto o pequeño. Quién sabe cuánto vive un caracol. Lo que sí que sabemos es que su inesperada visita matinal ha llenado de humor y narración el principio del día. Quizás era ese el mensaje que traía del más allá marciano de su origen. No dejéis de mirar a lo pequeño, nos decía en silencio. Y no perdáis de vista la atención, el cuidado, el asombro. Tampoco la lentitud. No es un caracol, es un maestro.
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