Cada
mirada que vuelve, conserva un sabor
de
hierba y de cosas impregnadas del sol del ocaso
sobre
la playa. Conserva un aliento del mar.
Como
un mar nocturno es esta sombra vaga
de
ansias y antiguas emociones, que el cielo roza
y
cada noche regresa. Las voces muertas
se
parecen al embate de ese mar.
Cesar Pavese, en Retrato de un amigo,
en Las pequeñas virtudes, de Natalia
Ginzburg
Saber que el mundo está
lleno de pequeñas cosas bellas que ni siquiera imaginamos que existen, cosas
como sentarse en la mesa de trabajo, abrir un libro que nos ha regalado alguien
que siempre regala buenos libros y al cabo descubrir que ya es de noche, que la
huella de una pequeña lágrima imprevista ha manchado un pie de página, que un ser
cuya existencia desconocíamos hasta hace unas horas se ha cruzado en nuestras
vidas como una rama de hiedra que se enlazara en el tronco de los pinos que
plantaron mis padres en el jardín antes de que yo naciera. Se llama Natalia
Ginzburg y la metáfora es larga porque sus palabras comparten con las mías una
savia tan ajena como familiar. Leerla es bucear en esa distancia cercana,
dejarse mecer por el viento de una sencillez de agua, un espejismo de
superficie y profundidad.
Algo que Natalia
Ginzburg había escrito ya: “Existe una cierta uniformidad monótona en los
destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes
antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua”. El
fragmento pertenece al primer ensayo de la colección titulada Las pequeñas virtudes (publicada por
Acantilado) en el que cuenta su exilio en los Abruzos. Historias cotidianas donde
aparentemente no pasa nada, hasta que deja de pasar. Entonces la pluma y su
poder evocador otorgan a aquel instante su cualidad irrepetible: “aquella fue
la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora,
lo sé”. Y así, cuajados de cotidianeidad y de deslumbramientos, se van
sucediendo los demás textos que conforman el libro. Con una naturalidad tan
extraordinaria, que es difícil dejar de leer.
Algunas veces he
pensado en el temblor que me produjo la lectura de aquel primer libro de mi
vida. Un libro cuyo título hoy no sólo sería incapaz de recordar sino que
además carece de importancia. Lo he pensado con nostalgia, como se piensan las
cosas que uno cree que no volverán a ocurrir. Muchas veces, vencida por el
desánimo, he creído que aquella emoción antigua, remota, aquel arrobamiento
adolescente que me embargaba al leer un poema, se había perdido para siempre. Pero
hoy he vuelto a sentirlo de nuevo, reluciente, inesperado, al hilo de las
palabras de Ginzburg. Igual que cuando acabamos de escribir una página y sentimos
una alegría extraña subiéndonos hasta el rostro como un rubor. De nada nos
sirve empeñarnos en recuperar ese instante. La emoción, la palabra, el hallazgo
se presentan siempre cuando quieren: “los sueños no se hacen nunca realidad, y
en cuanto los vemos rotos comprendemos de repente que las mayores alegrías de
nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños,
nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros.
Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias”. Igual
que ocurre con los sueños, sucede con las palabras: la suya es, también, una
belleza esquiva.
* Nuestros ayeres es el título de una de las novelas de Natalia Ginzburg.
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