Cada mañana piso las hojas amarillas del paseo que me lleva
al garaje. Las piso sin pensar en lo que hago, sin apenas saber lo que eso
implica: su crujido se funde con el ruido del tráfico temprano y nada pasa pues
sigo mi camino convencida de que todo prosigue como siempre.
Algunos transeúntes caminan a mi lado, dibujan cremalleras
de vidas que se cruzan con la mía: el niño acompañado de su abuela, la mujer
del almuerzo y los tacones, el joven con
mochila que acelera su paso al ver pasar a unas muchachas.
Después me subo al coche. Recorro la Gran Vía como siempre, con los ojos aún presos en su nube de sueño mientras miro los ficus que me
miran al girar el semáforo, los años tatuados en su tronco. La radio va
gimiendo su salmo de noticias pasajeras.
Ya a punto de salir de la ciudad presiento la cojera del clochard
que mendiga entre coches cada día, el vaivén de su gorro dando saltos, su
acento desdentado, y busco unas monedas para darle. El contacto es muy breve: muchas
gracias, princesa, y enseguida se aleja con sus cómicos pasos y su peso.
Tras los últimos plátanos, se acaba la ciudad y el cielo
limpio se abre como una fuga. Dentro de cada coche vacila el alma sola de
alguien que también acude a su trabajo.
Cada mañana busco la oculta sintonía que nos une, el latido
común y sólo obtengo un botín de extrañezas: al lado de mi asiento, junto al
bolso y esa rara ilusión de pertenencia a una tribu, a una red, a una familia, contemplo
renacer cada mañana la amarga
certidumbre de esta fiera y rotunda lejanía.
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