Mi abuela era modista. Cuando era pequeña me enseñaba a coser. Yo pensaba que aquello eran cosas de chicas antiguas: prefería correr, escribir, jugar a fútbol… Más tarde comprendí que eso de coser era una excusa para hablar de la vida, para ir hilvanando en el hilo común de nuestra historia un sinfín de relatos. Sentadas en el salón, madre, hija y abuela, hablábamos del amor, del tiempo o de la historia. Pero no de esa historia con mayúscula que nos cuentan los libros, sino de esa otra historia pequeña y sin nombre que ocurre cada día debajo de la piel, y es anónima y frágil, fugaz e irrepetible. Aprendí muchas cosas en esas largas tardes de costura o de cartas al calor de la mesa camilla. Cosas que no me enseñaban en el colegio: cómo suenan las bombas en un entresuelo de la calle Quart, el punto de cocción de algunos alimentos, qué era un estrafor y cómo se ponía para hacer dobladillos, el exceso de azúcar en los versos de Becquer o de Darío, y un sinfín de tragedias o glorias cot
Blog personal de Lola Mascarell. Historias cotidianas, del aula a la poesía