Mi abuela era modista. Cuando era pequeña me enseñaba a
coser. Yo pensaba que aquello eran cosas de chicas antiguas: prefería correr,
escribir, jugar a fútbol… Más tarde comprendí que eso de coser era una excusa
para hablar de la vida, para ir hilvanando en el hilo común de nuestra historia
un sinfín de relatos. Sentadas en el salón, madre, hija y abuela, hablábamos
del amor, del tiempo o de la historia. Pero no de esa historia con mayúscula
que nos cuentan los libros, sino de esa otra historia pequeña y sin nombre que
ocurre cada día debajo de la piel, y es anónima y frágil, fugaz e irrepetible.
Aprendí muchas cosas en esas largas tardes de costura o de
cartas al calor de la mesa camilla. Cosas que no me enseñaban en el colegio: cómo
suenan las bombas en un entresuelo de la calle Quart, el punto de cocción de
algunos alimentos, qué era un estrafor
y cómo se ponía para hacer dobladillos, el exceso de azúcar en los versos de Becquer
o de Darío, y un sinfín de tragedias o glorias cotidianas que ocurren a las chicas
desde siempre: los hijos no nacidos de mis abuelas, la muerte de una hermana a
la que su madre no pudo amamantar, el método anticonceptivo más antiguo del
mundo (esto me lo debieron explicar también en clase de naturales mientras yo
miraba distraída la peculiar anatomía de una mosca), incluso la mejor manera de
limpiar una mancha de sangre en las sábanas.
Después seguí cosiendo. No he dejado de hacerlo. Me gusta
tejer bolsos y flores y collares. Cuando tengo tiempo, generalmente en verano,
enseño a mis sobrinas a tejer mientras hablo con ellas de cualquier cosa: de
las historias que pasan en mi colegio, de nostalgias familiares o épicas
domésticas, de amores, de deporte, de música o de libros, o de cuándo empiezan
a crecernos las tetas a las chicas.
En clase voy cosiendo con el hilván invisible de las
palabras: intercalo pedazos de mi vida al hilo de una frase, de un poema o
incluso en medio de un comentario de texto. Siempre estoy buscando excusas para
hablar de las cosas que realmente importan, de lo que ocupa nuestra cabeza y es
además el motor del arte y de la literatura. Ayer pasé la tarde con dos
antiguas alumnas hablando justamente de eso, de la vida: de bebés, de embarazos,
de ciclos, de cambios de género, de cómo el tiempo lo cura todo, de educación, de
sexualidad y de literatura.
Supongo que la madeja del tiempo ha dado un nuevo giro entre
mis manos. Me parece lo más natural del mundo. Coser es comprender que en cada
vida hay una continuidad, una cadena, un hilo y que lo contrario es parar,
separar, interrumpir, la muerte. Enlazar las historias de nuestras bisabuelas a
las nuestras, sumarse al flujo eterno de esos relatos, formar parte de él,
continuarlo, es luchar por nosotras. Me gusta hablar con chicas y con chicos de
esas cosas de chicas y de chicos por ver si alguna vez son las cosas de todos.
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