Vivir es frecuentar pequeños
rituales. Liberarse de la incertidumbre con el salvavidas de la repetición. Al
fin y al cabo, los ciclos de la naturaleza en cuyo baile vivimos se nutren de
esos retornelos. Somos regreso, retornelo, repetición. Por eso buscamos insistir.
Insistir en aquello que nos une al círculo y a la naturaleza, en aquello que
nos recuerda que seguimos girando. Por eso adoro las rutinas, la
repetición, los ritos. Y sus variaciones.
Uno de los más antiguos que
recuerdo es el de acudir al cine cada otoño para ver la última de Woody Allen.
Empieza el colegio, caen las primeras lluvias, estrenamos medias y botas, y
vamos al cine para ver cómo se las ha ingeniado el genio este año. Recibir el
otoño es, desde que soy adolescente, sentarme en el cine y sonreír mientras veo
desfilar las palabras blancas con tipografía Windsor sobre el fondo negro a
ritmo de jazz.
Tenía 16 años cuando se estrenó
Poderosa Afrodita y me escapé una tarde al recién construido Centro Comercial
de El Osito para verla. Desde entonces, cada año, en cuanto veo que se acerca
el estreno, anulo todas mis citas y me precipito hacia el cine. Tan constante
ha sido este rito, con tanta devoción y apego lo he mantenido a lo largo de mi
vida, que puedo explicar toda mi biografía a partir de sus películas.
Últimamente, por razones
cronológicas evidentes, me había dado por pensar que esto del estreno y el
otoño no iba a ser para siempre y que algún día Woody Allen dejaría de hacer
pelis. Siempre he pensado también que si dejaba de hacerlo sería porque estaría
muerto. Lo que no podía imaginar, de ninguna manera, es que esa muerte la iban
a provocar las falacias que mantienen en marcha el sistema neoliberal de los mass media, las estúpidas narraciones
con las que los medios de comunicación consiguen hacer más rentable el circo de
las verdaderas desigualdades, la fiesta y la carnaza del capital.
Hay una censura en la sociedad de
ahora manejada por manos invisibles que está teniendo mucho éxito. A los
poderosos no les conviene que pensemos, sino que actuemos gregariamente movidos
por la causa que sea. Por eso las películas de Woody Allen son peligrosas,
porque enseñan a pensar, a ver los matices, a liberarse del collar del
pensamiento único y de lo políticamente correcto.
Este año tendré que conformarme con
volver a poner alguna de sus pelis antiguas en el dvd y será un otoño peor, de
eso no cabe duda. Como peor es el mundo desde que uno no puede expresar libremente
lo que piensa por culpa de la falsa libertad de expresión que promueven las
redes sociales. Y es probable también que llore un poco, de rabia y de
impotencia, como Max Estrella. Lo que sí tengo claro es que si lloro, lo haré
al ritmo de Stardust o de Gershwin, en blanco y negro, en plano a contraluz, en
la ventana, mirando cómo cae la lluvia mansa, lenta, oscura, sobre cualquier
rincón de Manhattan.
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