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Mujeres trabajadoras











Mi bisabuela nació en 1889. Un año después que el turrón más caro del mundo. No es que quiera hacer un chiste, es que quiero subrayar lo mucho que ha llovido desde entonces. Se casó joven y se vino a vivir a una casa en el barrio del Carmen. Siendo aún una niña, a los 19 años, tuvo a su primera hija, que sería mi abuela.
Según cálculos de mi tía la mayor, mi bisabuela debió de pasar aproximadamente por 12 embarazos: cinco hijas, tres niños muertos antes de los dos años y un buen puñado de abortos. Las tres últimas tuvieron que ser criadas por un ama, porque a ella ya no le quedaba leche para amamantarlas. Las amas de cría lo eran muchas veces porque sus bebés habían muerto. Salvaban al bebé de otra con las cenizas de su maternidad truncada. Otras tenían para los suyos y los de las demás: eran hermanos de leche. Una de las tres niñas que dieron, una gemela, murió sin cumplir el año.
Además de madre, mi bisabuela era comadrona. Ayudaba a traer al mundo los bebés que ella tantas veces había perdido. Tenía un maletín repleto de utensilios médicos y su casa era una de las pocas con teléfono. En 1920 formó junto a sus compañeras el primer colegio de comadronas de España. El maletín de cuero con todos sus instrumentos está ahora en el Museo de Historia de la Medicina en el Palau de Cerveró junto a la foto de Manuela Solís una de las primeras ginecólogas del país.
Imagino a mi bisabuela arrodillada a la luz del candil, manchada de sangre y placenta, hablándole a la futura madre con voz suave y poniendo las manos en cuenco para recibir al niño, para ayudarlo a venir. La imagino cosiendo los posibles desgarros. Asistiendo también a las complicaciones. Esperando al médico que nunca llega o colaborando con él. La imagino con niños muertos en los brazos. Con niños vivos y madres muertas. Con la alegría de la vida escapándose por sus dedos y la tristeza de lo incomprensible ahogándole la garganta. La imagino llegando de noche a las casas de El Grao con su maletín de cuero, bajando la voz, atendiendo a las madres, cogiéndoles la mano o apartando un mechón de su frente empapada mucho antes de que se popularizara la palabra sororidad. Pertenezco a una estirpe de mujeres trabajadoras. Anónimas y trabajadoras. Nada de lo que los tiempos manden con su publicidad y su dinero puede romper ese hilo. Hay una hermandad que no responde a eslóganes ni a ventas. Un orgullo que nace vivo de lo hondo de mis entrañas. Conocer la historia, contarla, volver a conectar con aquellas, las madres de las madres de las madres, y coger su testigo.


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  “Quien educa tiene un jardinero en su interior porque siembra la semilla de la curiosidad para que sus alumnos florezcan por dentro” Santiago Beruete (Aprendívoros) Una de las mejores sensaciones que conozco es la de entrar a una clase por primera vez. Cruzar la puerta, encender la luz, situarse delante de la pizarra, y mirar todas esas caras nuevas que esperan a ver qué les cuentas. Durante unos segundos, el mundo se detiene en el vuelo de los dados que un dios desconocido lanza al aire. Hay un silencio expectante que espera una palabra, un gesto, una sonrisa, una mano tendida o un sonido que vuelva a poner el mundo en marcha. Es un silencio que no se volverá a repetir en todo el curso. No de la misma manera. Es el silencio compartido que dibuja en el aire un grupo de desconocidos que te mira desde sus pupitres mientras tú los miras a ellos. Sabes que vais a pasar mucho tiempo juntos, que en unos minutos el rumor de los pupitres se irá convirtiendo en algarabía. Sabes que vais a com