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Mujercitas



La primera vez que leí Mujercitas, debía tener ocho o nueve años. Como estaba lloviendo mucho no nos habían dejado salir al patio y tuvimos que refugiarnos en la biblioteca. Todas queríamos el ejemplar ilustrado de la famosa novela de Louisa May Alcott y discutíamos a gritos en aquel viejo templo de los libros y el silencio. Pronto la bibliotecaria bajó de su limbo lector y vino con gesto perruno a poner paz en la tierra mientras el grupo rebelde se iba disolviendo por las mesas. Sólo otra niña y yo insistimos en desear ese volumen y permanecimos muy dignas en defensa de nuestro derecho a elegir. Con ínfulas salomónicas, la bibliotecaria se dirigió a la estantería próxima y cogió un ejemplar viejo de la novela: un libro con tapas rojas y páginas amarillas carente de dibujos y que ninguna de nosotras había visto jamás. La edición ilustrada se la quedó la otra niña y a mí me tocó el tomo polvoriento. Yo miré a la bibliotecaria con los ojos inundados en lágrimas sin comprender nada. Para el buen lector, dijo ella con tono solemne, cualquier libro es bueno. Y se me quedó mirando como si aquello fuera algo importante. Yo seguía sin entender nada, porque ya por aquel entonces era una buena lectora y sabía que la frase que acababa de decirme era completamente falsa. Así que se volvió a su mesa dando a entender que no había discusión posible y yo me senté enfadada en la mía, me limpié las lágrimas con la manga del suéter y empecé a leer línea a línea lo que ya conocía por las ilustraciones y por el cine.

Desde entonces Mujercitas ha estado siempre presente en mi vida. Asombra comprobar qué cosas de la infancia nos van a dejar una huella indeleble y cuáles se acaban diluyendo como si nunca hubieran ocurrido. El personaje de Jo March (igual que le ha pasado a tantas otras mujeres en este último siglo) dejó en la niña una impronta imborrable que la niña no se hubiera atrevido a imaginar. Porque por aquel entonces la niña prefería ser Beth, la buena y delicada Beth que tocaba el piano igual que ella, o la bella e infantil Amy que aprende pintura en París. Pero era mentira. Jo March estaba en su cabeza antes de que ella se diera cuenta de que Jo March era ella. Una mujer valiente, apasionada, capaz de cortarse el pelo para ayudar a su familia, que patina y salta vallas y tiene amigos que son hombres, que no quiere casarse y que escribe, que alberga el sueño de publicar algún día, que obedece a su corazón y que se salta las normas sociales. ¿Cómo no quedar encandilada por un personaje así? Los buenos ejemplos son al final nuestros mejores maestros. Y en mi infancia lectora, por suerte, hubo muchos.

Tanto la película, como el personaje de Jo (trasunto de la propia May Alcott y que bien merece una nota biográfica aparte), devienen en la actualidad herramientas fundamentales para entender el papel de la mujer en la sociedad, para tomar conciencia de por dónde viene y hacia dónde va la lucha femenina. Lo resumiré con otra anécdota: cuando vi la versión de Mujercitas en los años 90, con Winona Ryder en el papel de Jo, no se lo dije a nadie. Pensé que los amigos del colegio me tacharían de cursi. En esa época había que ser muy chico para ser aceptada en el patio del colegio: jugar a fútbol, vestir chándal, escupir, llevar camisetas anchas y sobre todo no ver películas de chicas. Esa era nuestra manera de ser iguales que ellos.

Después de ver el otro día la última versión cinematográfica, la de Greta Gerwig, pensé otra vez en lo equivocadas que estábamos entonces. Y también en la necesidad de reivindicar lo femenino como una forma de resistencia. Los amores, las peleas, los vestidos, los hijos, la cocina, la educación, el remiendo de calcetines, la casa, las lágrimas, los vestidos y los tirabuzones son también temas literarios. Porque representan a una parte muy importante de la población. Me emociona pensar que casi dos siglos después, Mujercitas sigue siendo una historia actual y necesaria. Me emociona ver entrar a Jo en el despacho del editor con un puñado de folios manuscritos en los que cuenta la historia de su familia, de sus hermanas, de su madre. Imaginar su corazón acelerándose. El corazón de todas esas mujeres que leyeron las aventuras de sus hermanas y sintieron que aquellas historias eran muy parecidas a las suyas: ese latido común, esa hermandad abstracta, esa emoción compartida que enciende -cuando acierta- la literatura.



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