Cada mes de febrero
empiezo el mismo poema. Anoto mentalmente el primer verso cuando giro la curva
que conecta la pista de Ademuz con la CV-336. Luego todo prosigue como siempre:
las clases, las reuniones, los deportes, las citas, las lecturas, las compras,
los recados. La emoción del poema se va desvaneciendo día abajo y al llegar a
la noche apenas es un hilo de voz y no hay palabras que logren darle forma. Sin
embargo, a la mañana siguiente, al tomar la rotonda, la misma rotonda gris de
todos los días, descubro que la emoción persiste detrás del quitamiedos, desnuda
y recortada contra un cielo amarillo, rebosante de luz, de poesía. ¿Cómo hará
para ser, en tan breve intervalo, la misma cosa, otra? Prometo recordar esa
pregunta y escribir el poema justo antes de entrar al instituto. Luego todo se
borra con la goma del tiempo y es otra vez el día -ya siguiente- y yo voy en mi
coche conduciendo y apenas se divisa la salida hacia Bétera ya siento que me
sube la leve turbación de lo que espero. Cada día recorro la misma carretera y
cada día, al girar otra vez, más llenos aún de vida los almendros inundan mi
presente: las copas encendidas -¿hasta cuándo?-, los tonos infinitos que van del
rosa al blanco, su efímero prodigio y estas ganas de escribir un poema que lo atrape.
¿Será que no escribirlo es una forma de mantener intacta la emoción? Continuo
al volante, saboreo ese dulce fracaso de no encontrar palabras y volver a
empezar, como vuelve el almendro con sus flores a llenar mi visión de primavera.