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Mostrando entradas de 2015

En el tren

El tren avanza plácido, se desliza, callado, junto al mar, inmerso en su burbuja de tedio y somnolencia. En el libro, es la guerra. La madre de Camus trabaja ordenando “tubitos de cartón por tamaño y color” en la cartuchería del Arsenal militar. Ser viuda de un soldado fallecido en la guerra le ha dado este privilegio. Diez horas todos los días. Ella, que jamás estuvo en Francia, que apenas sabría cómo situarla en el mapa. Por lo menos le habían enviado por correo la esquirla del obús que lo mató.   Demasiado joven. Solo. Tan lejos de Árgel. Las señoras del asiento de atrás han iniciado una charla interminable sobre hospitales e intervenciones quirúrgicas. Tumores, convalecencias, agujas y dolor. La del asiento contiguo relata a su interlocutor telefónico el drama médico que padece su hijo. Delante se deleitan desgranando los más escabrosos detalles del atentado de París. El mundo parece de pronto un surtidor de desgracias. El mar, sin embargo, sigue fluyendo tranquilo al ot

Palabra y vida

Donde anduvo la vida, junto a esta cornisa de rocas que es límite y costura, junto al mar, planean hoy mis pensamientos: violetas, hinojos, siemprevivas…, sus sílabas libando mis oídos, el polen de su origen, la miel de sus fonemas. Contemplo, miro y nombro: aladierno, coscoja, cantueso y aliaga, pues trato de encerrar o capturar, aunque sea entre letras, la inmensa plenitud de este momento.  Es sábado y camino junto al mar. ¿Qué más puedo decir? Arrecife, quizás, y acantilado; oleaje, horizonte, piedra y sal; arroz y cormorán y escarabajo. Y también utopía: a veces el lenguaje parece más endeble que el instante. Al cabo todo tiene que morir: el presente y su dicha, y hasta la exquisita mentira del lenguaje. También las siemprevivas.  Siempre amé las palabras: sin ciencia y sin reservas, su música estallando entre mis dientes, su disparo de niebla. Siempre vivas vinieron las palabras a darle doble vida a lo vivido o a contarme la historia de su origen sin que yo lo supiera.

Feliz como un perro

Hace unos meses, reunidos en la concordia del arroz y del vino, tras un largo paseo por la Sierra de Espadán, cinco amigos (Antonio Cabrera, Adelina Navarro, Eve Ferriols, José Saborit y Lola Mascarell) se topan, en medio de la conversación, con una frase que llama su atención: ser feliz como un perro . Parece el título de un cuento, dice alguien. Deberíamos escribirlo, dice otro. Y así queda pactado. A la vuelta del verano, en feliz sobremesa, cada uno leyó su cuento perruno. Este es el resultado. Antonio Cabrera             Se miró por casualidad el antebrazo y vio enredado en su vello un pelo de ella. Un pelo largo y rizado de los de ella. Si un ser humano busca ser feliz, eso será porque habrá fantaseado sobre la posibilidad de serlo. Es lo que empezaba a pensar cuando tiró suavemente del pelo y lo depositó sobre la mesa de madera brillante. Se acordó de aquel que dijo no soy feliz ni falta que me hace. Se acordó de él mismo repitiéndose esa boutade

Empezar II

Cuando yo ya no esté, y tiréis mis cosas al cubo de las cosas ya sin  alma,   a quien tome la caja   del compás, yo le ruego lo haga con cuidado: mi niñez no despierte, duerme un sueño sin tiempo ni medida en su funda morada . Miguel Ángel Velasco, Caja de Compá s Una rara cosquilla de felicidad nerviosa recorre mis dedos al abrir el estuche de las gomas de borrar que compré el otro día en el supermercado. En mis manos, nueva, suave, blanca, con las letras en el lomo aún intactas, la goma deja de ser una goma y se convierte en la metáfora precisa que contiene el recuerdo de todos los inicios de curso. Aunque también una paradoja: que un utensilio destinado a convertir en nada lo que alguna vez hubo, pueda contener también lo que hubo alguna vez y que ya es nada. Supongo que el encanto de las gomas también reside en eso, en la posibilidad de borrarlo todo y recomenzar. Empezar el curso con la página en blanco: los renglones vacíos, la mirada d

Historias viejas, historias nuevas

Mezclados con el batir de las olas, con el murmullo lejano de la radio de algún chiringuito de playa, me llegan los retales de algunas conversaciones cercanas. La playa consiste también en eso, en escuchar lo que dicen los que están a tu lado, sus cuentos, sus historias, sus chascarrillos, e incorporarlos al enorme cuerpo etéreo de la materia narrativa que va sin nombre de aquí para allá. A todos nos gusta que nos cuenten historias. Y contarlas. Yo estoy leyendo las que recoge Enrique Andrés Ruiz en su excelente novela Los montes antiguos, los collados eternos, historias cotidianas, anónimas, probablemente insignificantes, de un grupo de personas que ocuparon un tiempo y un espacio concreto: los montes de Soria entre el final del siglo XIX y toda la extensión del XX. La fuerza de su prosa (rebosante de poesía), el cuidadísimo léxico, las oportunas metáforas con las que el autor recoge el vivir de algunos personajes, la convierten en una de las mejores novelas en lengua castellan

Las cosas del campo

Leer. Acompañar la vida con más vida. Hacer que la primavera florezca el doble. Ser una pieza más del universo: un leyente entre pinos desgajando palabras, escondido en el ritmo feliz de la naturaleza: el agua del aspersor, el croar de las ranas, el trino constante de los pájaros (quién sabe cuáles y por qué), las voces aledañas: ¡buenos días!, el aleteo pertinaz de las palomas… Todo unido a la música de las líneas que se enredan como ramas con el mundo, y lo duplican. Leer por ejemplo Las cosas del campo , mientras tiembla de verdes el jardín. Que las palabras acompañen a la nube, que la empujen más alto, que la llenen de seda y de misterio. O pensar bien el barro: su blandura, su olor, su manto fértil. En la sombra del níspero, comprender variaciones, ritmos de cosecha, ausencias de fruto y flor. Adivinar el miedo y la compasión en la muerte de un escarabajo. Y también su belleza. Levantar la vista del libro: acostumbrado como está al trajín de lo urbano, el ojo tarda un