Mezclados con el batir de las olas, con el murmullo lejano de la radio de algún chiringuito de playa, me llegan los retales de algunas conversaciones cercanas. La playa consiste también en eso, en escuchar lo que dicen los que están a tu lado, sus cuentos, sus historias, sus chascarrillos, e incorporarlos al enorme cuerpo etéreo de la materia narrativa que va sin nombre de aquí para allá. A todos nos gusta que nos cuenten historias. Y contarlas.
Yo estoy leyendo las que recoge Enrique Andrés Ruiz en su excelente novela Los montes antiguos, los collados eternos, historias cotidianas, anónimas, probablemente insignificantes, de un grupo de personas que ocuparon un tiempo y un espacio concreto: los montes de Soria entre el final del siglo XIX y toda la extensión del XX. La fuerza de su prosa (rebosante de poesía), el cuidadísimo léxico, las oportunas metáforas con las que el autor recoge el vivir de algunos personajes, la convierten en una de las mejores novelas en lengua castellana publicada en los últimos años.

Mejor y necesaria, porque el tema que subyace detrás de todas esas historias (viejas y nuevas) que Enrique Andrés Ruiz engarza con maestría en el relato, es el lamento por la pérdida de un modo de vida más acorde con la naturaleza, con el cambio de las estaciones, con el ritmo de las cosechas, una forma de vida más respetuosa con el entorno y probablemente más autentica que este sucedáneo de vida que nos venden las grandes multinacionales del entretenimiento social y sus pantallas.
La historia del buey apaciguado por el canto de unas niñas, la fuga de Carmen y su novio para hacerse rupestres y salvajes, las tormentas repentinas, los cuentos de la guerra con sus frentes y sus fugitivos, las historias del campo, sus pequeños acontecimientos cromáticos, meteorológicos, incluso mágicos, conforman un conjunto narrativo imprescindible para los que gustan de la literatura bien hecha. Al fin y al cabo, las grandes novelas -léase El Quijote- son ese compendio de historias que todos estamos deseando leer y escuchar, ese torbellino de narraciones que va de aquí para allá, de voces diversas con sus diversos puntos de vista narrando acontecimientos parecidos, razonando sobre los mismos temas, tan similares a las historias comunes que tantas generaciones anteriores a nosotros se encargaron de preservar a fuerza de lengua y de cuento.
En estos tiempos en los que lo moderno es lo único que parece tener legitimidad en el mundo del arte y de la literatura, se agradece encontrar lecturas hondas, nutritivas, lentas, que fluyan en la lógica de los relatos clásicos, de la tradición oral, de la voz común. En estos tiempos en que sólo se amplifica la voz de los que hacen cosas nuevas y efectistas, escribir y leer esta literatura casi parece un acto revolucionario.
Pero no lo es. Porque lo que quieren los dueños del mundo es eso: que vayamos rápido a todas partes, que cambiemos pronto de pantalones, que necesitemos otra pantalla a los dos meses de haber comprado una, que leamos manuales de uso en vez de libros. Los montes antiguos, los collados eternos habla del cambio que se da en la naturaleza, el cambio lento, y a veces casi imperceptible, de la primavera al verano, del otoño al invierno, y que está tan lejos del cambio brusco de la tecnología y sus calendarios.
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