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Mostrando entradas de 2017

Los verdaderos domingos de la vida

  Ahora que termina el cumplimiento de la felicidad ya consumada, vuelve bajo la forma del recuerdo la esperanza que nunca nos defrauda, la flor de la promesa que era el sueño de la savia creciente en la semana. La sangre que pujaba en el deseo. Y los días de fiesta, que fracasan. Enrique Andrés Ruiz (Los verdaderos domingos de la vida) Camino despacio hacia la casa familiar. Es domingo. Y fiesta de guardar. El sol transparenta las hojas de las moreras, más intensas aún en su amarillo, recortadas en el cielo azul y frío de diciembre. Las calle está llena de gente, de destellos, de esa calma serena que tienen los días festivos, de ese silencio contenido en murmullo. Si alzo aún más la vista, me encuentro con la ventana del dormitorio de mis padres. He estado allí tantos domingos que mirarla desde fuera es también, inevitablemente, mirarla desde dentro. El sol alcanzando el alféizar, los azulejos del suelo, el banco que mi

Luz de noviembre en tres tiempos

I La luz que lava el frío de noviembre me sorprende en el tren de camino a Madrid. Es la luz insolente que corona y divide, que desnuda y delata y nos desvela que el mundo es esta clara aureola de tiempo donde bulle el minuto de luz en el que ardemos, un segundo de luz antes que el tren con su denso silencio y sus ventanas se interne en aquel túnel y nos anuncie su final de trayecto. II Es la luz evidencia o la luz bisturí, la que afila sus vértices en el frío invisible de noviembre. Podría distinguirla en cualquier sitio, y casi a cualquier hora. Es la luz que en los días laborables ilumina los parques donde aquellos ancianos alimentan palomas, es la misma que llena de esperanza y de fe al caminante que partiera en el alba y que a estas horas corona ya la cumbre, la misma que en los ojos espejo de la niña, la del iris tan negro, se refleja sin nombre y traza sombras de dragones y estrellas en las blancas paredes de su cuna. III Algunos domingos por

La misma luz

Entrado ya noviembre, con el silencio del invierno sobrevolando la casa, me he quedado mirando la luz que entra en la cocina, la luz quieta, incisiva, que va tomando el banco, liberando las cosas de su sombra, poniendo unas manzanas en el plato, dibujando la leve silueta de una rama de menta sumergida en un búcaro, encendiendo la flor que me brinda la antigua buganvilla detrás de los cristales. La luz, la misma luz. Es ella la que habita mi casa cuando yo no estoy, la misma que una vez encendió el día a día de otras vidas, la misma que sacaba de la nada partículas de polvo flotando en las estancias con su interrogación vacía. Siempre he pensado que las casas tienen vibraciones, que la energía de la gente que las habitó se queda flotando por la alcobas. Por eso decidí quedarme en esta, para conservar los recuerdos que habitan en ella, los recuerdos, los fantasmas y la luz sobre estas paredes, la luz indestructible que enciende los veranos de mi infancia. Decía Julio Cortázar que un

El arte de preguntar

Uno nunca es consciente de la cantidad de preguntas por minuto que puede llegar a generar una clase de primero de la ESO. Lo preguntan todo, desde el tipo de papel (pautado, a rayas, con dos líneas, cuadro grande, pequeño, etc.) que debe tener su cuaderno, hasta la edad a la que empezaste a ir en bicicleta, la hora a la que se sale al recreo o el nombre de tu animal favorito. Por lo general, ninguna de las preguntas está relacionada con lo que estás explicando. O lo está, pero de una forma tangencial o ilógica. Probablemente porque mientras tú hablas ellos están ocupados formulando la pregunta o volando en una nave a años luz de tus palabras. De ahí que formulen la misma pregunta dos veces seguidas o que cuando sea su turno hayan olvidado lo que querían preguntar. Cualquiera que haya tenido niños cerca sabe a lo que me refiero. El caso es que uno nunca está contento con lo que tiene, porque a mí siempre me ha gustado que me hagan preguntas en clase, de verdad, no sólo porque así

Cada mañana

Cada mañana piso las hojas amarillas del paseo que me lleva al garaje. Las piso sin pensar en lo que hago, sin apenas saber lo que eso implica: su crujido se funde con el ruido del tráfico temprano y nada pasa pues sigo mi camino convencida de que todo prosigue como siempre. Algunos transeúntes caminan a mi lado, dibujan cremalleras de vidas que se cruzan con la mía: el niño acompañado de su abuela, la mujer del almuerzo y los tacones, el joven con mochila que acelera su paso al ver pasar a unas muchachas. Después me subo al coche. Recorro la Gran Vía como siempre, con los ojos aún presos en su nube de sueño mientras miro los ficus que me miran al girar el semáforo, los años tatuados en su tronco. La radio va gimiendo su salmo de noticias pasajeras. Ya a punto de salir de la ciudad presiento la cojera del clochard que mendiga entre coches cada día, el vaivén de su gorro dando saltos, su acento desdentado, y busco unas monedas para darle. El contacto es muy breve: muchas gra

Empezar IV

Cuando yo iba al instituto el curso empezaba casi en octubre. Entre bienvenidas, presentación de asignaturas y puentes, nos plantábamos prácticamente en noviembre: abrigados con bufandas y gorros, con botas y leotardos, enamorados ya del chico de la última fila o enemistados con el tonto de la clase de al lado. Casi todo el tiempo nos dedicábamos a contemplar el vuelo de las moscas mientras el mundo se detenía a nuestro alrededor. Hoy echo la vista atrás y contemplo ese paréntesis que fue mi vida, esas horas en blanco que fueron muchas veces mis años de educación secundaria, para intentar ver si saqué algún provecho, para contarles a mis alumnos nuevos qué fue lo que aprendí y qué es lo que me gustaría enseñarles este curso. No recuerdo muy bien las horas concretas pasadas entre aquellas paredes, tan sólo un conjunto de sucesos aislados y un edificio con puertas y árboles donde aprendí a socializarme, a enamorarme y a desenamorarme, a conseguir que la clase comprendiese la imp

Septiembre

Asiste al cielo ingrávido que troca su color encendido hacia la noche, contempla el orear de las agujas de los pinos y el aire, la veloz transición de cada nube: es septiembre otra vez y todo gira de nuevo sobre el centro de tu esfera. No cierres las ventanas. Abrígate y contempla cómo el verde se muda en fluorescencias amarillas, cómo encienden las cosas su cima en plenitud, como queriendo alcanzar en su altura los últimos retales de este día. Quédate en la terraza. Asume que este instante de carnal realidad en el que habitas  es obra de tu mano. Y deja que te empape, que te llene de vida con los últimos delirios de un sol que es sol de agosto todavía, de un agosto que brilla más si cabe  porque ya se termina. Extiende tu presente, amarillea tu cresta hacia la luz, tu deseo más alto, tu más cielo, hacia el último sol y reverbera.

Algunas gotas de lluvia

Si eran infinitas las burbujas que el brazo dibujó cuando nadabas en la azul superficie de los días o las motas de polvo que en la tregua de un domingo infantil se quedaron flotando por el cuarto; si eran incontables las ganas de volver y las de verte e incontables los granos que en la arena del mundo disolvieron la dureza mortal de nuestra espera, ¿por qué nos obstinamos en contar el caudal de las horas? Nada sabe la gota en la ventana de cuántas ni de cómo habrá de ser su frágil duración. Sólo brilla un momento en su ignorancia de gota singular y su destello inunda la mirada antes de irse: un instante tan sólo que cae,     que se deshace        que ya es agua.                                          (Inédito) Sólo un breve vistazo al número y a la fecha, apenas una somera noticia del día en que vivimos, nos sumerge en el vértigo de la finitud. Mirar la fecha en cada una de estas entradas, tener que ir a buscarla en l

Leyendo a César Simón en la terraza

Pero este ardor del cuerpo -de este cuerpo presente- esta revelación de no ser nada ¿no nos revelan algo? El silencio absoluto ¿no corresponde   a alguna suerte? Abre de par en par las puertas que conducen a las hondas estancias resonantes. Camina con la fiebre de la conciencia clara, con el paso tranquilo que se interna hacia dentro. Acaso una ventana abierta en grueso muro te depare un jardín en el hondo silencio de la tarde. C.S. Como cada verano estás leyendo a César Simón en la terraza. El rumor de las cigarras ensordece el paisaje, envuelve la lectura en una irrealidad atemporal y cíclica. Es difícil distinguir unos días de otros, unos años de otros. Igual que las cigarras, sus versos forman parte de este tiempo, son parte del verano, pincel y diapasón de un mundo repetido: el jazmín huele más y hace más daño la flecha de su aroma en los largos mediodías de agosto. El jazmín y el verano y los versos de César y los cuartos vacíos y el

Una iluminación

… Ahora bien, pero es lo cierto que de hecho nada pasa, sino que eternamente seguimos condenados todos, cada uno a ser el que es, y no otro nunca, sino siempre el mismo, y, por lo tanto, en realidad no somos innumerablemente iguales, sino todos el mismo y uno solo, y es la necesaria voluntad de cada cual de ser el que es, no otro,   la que hace que las cosas necesariamente sean lo que son, que sea el Ser el que es y pueda proclamar con insufrible fanfarronería “Soy el que soy” ... Agustín García Calvo, Sermón de ser y no ser Volvía a casa ya. Iba atenta a los coches, a las cosas   que haría al regresar: nada veía. La sombra de la bici proyectaba su silueta alargada entre los campos, y yo no la veía. Pasaba, circulaba, hasta que algo muy simple y muy extraño iluminó la escena y todo se volcó. De pronto yo era todos los que alguna vez fueron en esa coordenada, en esa luz: la madre que habitaba en unas ruinas que antaño fueron casa, el hombre con la