Si eran infinitas las burbujas
que el brazo dibujó cuando nadabas
en la azul
superficie de los días
o las motas de polvo que en la tregua
de un domingo infantil
se quedaron flotando por el cuarto;
si eran incontables
las ganas de volver y las de verte
e incontables los granos
que en la arena del mundo disolvieron
la dureza mortal de nuestra espera,
¿por qué nos obstinamos en contar
el caudal de las horas?
Nada sabe la gota en la ventana
de cuántas ni de cómo
habrá de ser su frágil duración.
Sólo brilla un momento en su ignorancia
de gota singular y su destello
inunda la mirada antes de irse:
un instante tan sólo
que cae,
que se deshace
que ya es agua.
(Inédito)
Sólo un breve vistazo al número y a la fecha,
apenas una somera noticia del día en que vivimos, nos sumerge en el vértigo de
la finitud. Mirar la fecha en cada una de estas entradas, tener que ir a
buscarla en la entrada anterior (pues cuando vengo a parar aquí ya he olvidado
la que puse antes) me causa desasosiego: qué rápido va esto, me digo para mí,
si ya ha pasado una semana, un mes, un curso, un año, un siglo… como si siempre
fuera tarde para todo. Luego trato de consolarme invirtiendo el enfoque: saber
la fecha que es, ser consciente del avance del tiempo me hace aprovecharlo
mejor, tratar de vivirlo con mayor intensidad, con más conciencia. Ser
consciente del paso de los días me invita a vivir con más intensidad el día que
vivo. Todo muy tópico y muy bonito y muy aprendido a base de años de cultura y
esfuerzo.
Pero no es cierto. Lo único que me hace vivir
el tiempo con más intensidad es olvidarme de él: no consultarlo en la pantalla
del móvil, no atender al día de la semana, no tener que citarme con nadie
concreto a una hora concreta. Ese momento en el que nos quedamos mirando el
entorno sin mirar nada, como si no estuviéramos allí, como si no nos importaran
lo más mínimo ni el tiempo, ni su cómputo, ni que esté por venir o que haya
pasado. Como hace un instante, cuando he levantado la cabeza del ordenador y me
he quedado mirando el infinito como una tonta, sin pensar en nada. No sé si ese estado tiene algún nombre concreto, siempre he querido saberlo. Lo que si sé es que lo más parecido a la prolongación de ese estado es el verano, las mañanas eternas de verano con la taza de café todavía en la mesa. O las noches que se alargan sin motivo y una copa de vino o una cerveza que no importa. O las horas de sueño de más. O las siestas interminables sobre la arena. O el salir de casa pensando que vas a un sitio y acabar en otro. O estas horas larguísimas de estar con las palabras: sólo ellas y yo, lentas, morosas, efímeras, desconocidas, como las olas de un mar tranquilo y transparente, como unas gotas leves de lluvia que caen sobre la arena ardiente y luego se evaporan.
Lovely, ese estado se llama Mindfulness o atención plena.
ResponderEliminarSí, el tema de la atención me interesa bastante últimamente. Gracias por tu comentario :)
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