Una de las mejores sensaciones que conozco es la de entrar a una clase por primera vez. Cruzar la puerta, encender la luz, situarse delante de la pizarra, y mirar todas esas caras nuevas que esperan a ver qué les cuentas. Durante unos segundos, el mundo se detiene en el vuelo de los dados que un dios desconocido lanza al aire. Hay un silencio expectante que espera una palabra, un gesto, una sonrisa, una mano tendida o un sonido que vuelva a poner el mundo en marcha. Es un silencio que no se volverá a repetir en todo el curso. No de la misma manera. Es el silencio compartido que dibuja en el aire un grupo de desconocidos que te mira desde sus pupitres mientras tú los miras a ellos. Sabes que vais a pasar mucho tiempo juntos, que en unos minutos el rumor de los pupitres se irá convirtiendo en algarabía. Sabes que vais a compartir momentos duros, pero también risas y juegos. Que dentro de poco te estarán contando su vida y tú te sabrás la de ellos. Pasarán muchas cosas en el interior de este aula que ahora se despereza y en la que un montón de chavales te observan con expectación e intriga, quizás con recelo y desconfianza, pero también con ilusión y entrega. Sabes que se va establecer un lazo muy especial entre vosotros, que os vais a regalar muchas horas de vuestro tiempo. Por eso es importante inaugurar ese intercambio con unos segundos sagrados, con un ritual mágico. Enseñar es un acto de confianza y compromiso. Por eso, mientras el tiempo se detiene a mi alrededor, mientras se superponen en un solo memento brevísimo y fugaz todos los inicios de curso que he vivido (los que vi desde detrás del pupitre y los que he inaugurado de pie en el centro del aula), mientras intento elegir las mejores palabras, la mejor anécdota, el mejor discurso para dirigirme a ellos por primera vez, recuerdo una vez más la suerte que he tenido, el privilegio de estar en este instante en este sitio, y que sea septiembre, y que la mía siga siendo la profesión más hermosa del mundo.
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