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Mostrando entradas de 2018

Arte de agradecer

“Frío en abril es poesía” Antonio Cabrera, Gracias, Distancia ,  Ed. Cuadernos del vigía Hay libros que al cerrarlos nos llenan de gratitud: de amor a la vida. Libros que nos emocionan y enseñan, que se abren como flores en el pensamiento después de haberlos leído. Libros que al alejarse de nosotros no se hacen pequeños sino grandes. Pensar, agradecer, reflexionar, necesitan de la lejanía y son necesarios para vivir. Como dice Josep María Esquirol en su libro La penúltima bondad resulta imprescindible aprender a agradecer con gracia, porque el agradecimiento “es un don sobre un don; una generosidad que es respuesta a otra generosidad”. Si alguien da las gracias nos está entregando una parte de sí, nos muestra su adhesión, dibuja una correspondencia.  El libro de aforismos de Antonio Cabrera, Gracias, distancia , recién publicado en Cuadernos del Vigía, es un motivo más por el que estar agradecido, una razón para reflexionar sobre lo importante que es dar las gracias. Y también

Doblar calcetines

Cuando era pequeña, mi madre me enseñó a doblar calcetines de una forma muy peculiar. Era una de las tareas domésticas que me correspondía hacer, así que el aprendizaje permanece intacto en mi memoria. Para no alargarnos demasiado en la descripción de la técnica, diremos que el método, al que podemos llamar método Ramiro, consiste básicamente en plegar el calcetín de un modo que facilita la puesta en el pie de su propietario. El proceso, como cabe imaginar, exige que cada calcetín sea tratado de forma individual antes de convertirse en esa bola informe que irá a parar al cajón junto a todas las demás bolas anónimas de calcetines.  Como hoy tengo algo de tiempo y el día además acompaña, me he dado el gusto de doblar los calcetines sin prisa, deleitándome en cada paso, mientras pienso en cómo doblarán los calcetines las nuevas generaciones y de qué modo esa forma de doblar será un signo de nuestro tiempo. Confirmo mis temores más tarde en Internet: las nuevas técnicas de pleg

Otoño en Windsor blanca sobre fondo negro

Vivir es frecuentar pequeños rituales. Liberarse de la incertidumbre con el salvavidas de la repetición. Al fin y al cabo, los ciclos de la naturaleza en cuyo baile vivimos se nutren de esos retornelos. Somos regreso, retornelo, repetición. Por eso buscamos insistir. Insistir en aquello que nos une al círculo y a la naturaleza, en aquello que nos recuerda que seguimos girando. Por eso adoro las rutinas, la repetición, los ritos. Y sus variaciones. Uno de los más antiguos que recuerdo es el de acudir al cine cada otoño para ver la última de Woody Allen. Empieza el colegio, caen las primeras lluvias, estrenamos medias y botas, y vamos al cine para ver cómo se las ha ingeniado el genio este año. Recibir el otoño es, desde que soy adolescente, sentarme en el cine y sonreír mientras veo desfilar las palabras blancas con tipografía Windsor sobre el fondo negro a ritmo de jazz. Tenía 16 años cuando se estrenó Poderosa Afrodita y me escapé una tarde al recién const

Empezar V

Ahí los tienes de nuevo, y aquí tú: los artesanos de lo etéreo, nuestras alas de cera, el canto dado a nadie y porque sí. Felipe Benítez Reyes “Y entonces se produjo un encuentro con un profesor de literatura que estaba loco perdido. Tenía un aspecto alucinado, llevaba los pelos de punta, la cara casi de color azul, bizco. Iban juntos hasta el borde del mar y allí, a voz en grito, el profesor leía a Gide, a Baudelaire (sus pasiones, sus amores). Deleuze dice que se transformó, dejó a partir de ese momento de ser idiota. La enseñanza es un lugar privilegiado de contagio del deseo. (…) Un profesor especial, atípico, se convierte en un viento que barre toda la tontería.” Maite Larrauri, a propósito de Deleuze y del Deseo Ha vuelto el mirlo. Su sombra negra pasea por el césped buscando algún gusano que echarse al pico. Parece que nunca se hubiera marchado, que fuera ayer su canto diciéndonos la última lección de la primavera. Han vuelto muchos pájaros. Lo

Las nueve

La luz de las nueve sobre el mundo inventa las cosas de nuevo, las crea en su despedida: es la lucidez del enfermo antes de su desaparición. La verdad del color queda en suspenso durante las horas centrales, se desvanece su intensidad. Quizás porque el color nunca está quieto, quizás porque tan sólo es puro en su abstracción. La montaña a las nueve en los días de estío nos deja los colores verdaderos de las cosas: los verdes amarillos del algarrobo, los verdes grises del olivo, el verde azulado del romero. A las nueve de la tarde, quince minutos antes de la puesta de sol, todo se precipita hacia su mejor versión: los cardos se visten de una gama infinita de matices, desde el amarillo solar -casi fluorescente- de los cardos comunes, hasta el azul más violáceo del cardo yesquero, el rojo tierra de las hojas secas de la parra, el blanco verdoso y aterciopelado de las almendras entreabiertas. Yo estoy buscando hinojos: amarillo manchado de polvo contra el cielo poniente. Antes los veía a

Bajo el sol

I Y ahora bajo el sol parece tan sencillo dejarse ir, hacerse volumen con lo sólido y estar, tan sólo estar, callada, abierta a la evidencia de esta luz que es calor y que penetra,-no pensar, no elevarse, no salir- aferrarse a la entraña, estarse dentro, ser uno con la piedra, con el mundo, y escuchar las pisadas y sentir esta calma vacía y expectante de lo inmóvil. II Del sol nos reconforta esa extraña manera que tiene de posarse en las cosas más hondas. El sol en la dulzura y acidez de este trozo de melocotón que me llevo a los labios, el que cambia mi sed por la luz penetrada que ahora me penetra a mí también y me ciñe en su abrazo manso y breve, su frescura de luz sobre la arena. III No hacer nada. Flotar. Perseguir peces de colores mientras el sol irisa las aguas turquesas. Todo lo que se mueve compone una canción que nadie escucha. Las algas, por ejemplo, que se abren y se cierran al ritmo de las olas y se dan a los peces y al silencio del mar y al vagar de mis