


I
La luz que lava el frío de noviembre me sorprende en el tren
de camino a Madrid. Es la luz insolente que corona y divide, que desnuda y
delata y nos desvela que el mundo es esta clara aureola de tiempo donde bulle
el minuto de luz en el que ardemos, un segundo de luz antes que el tren con su denso
silencio y sus ventanas se interne en aquel túnel y nos anuncie su final de
trayecto.
II
Es la luz evidencia o la luz bisturí, la que afila sus vértices
en el frío invisible de noviembre. Podría distinguirla en cualquier sitio, y
casi a cualquier hora. Es la luz que en los días laborables ilumina los parques
donde aquellos ancianos alimentan palomas, es la misma que llena de esperanza y
de fe al caminante que partiera en el alba y que a estas horas corona ya la
cumbre, la misma que en los ojos espejo de la niña, la del iris tan negro, se
refleja sin nombre y traza sombras de dragones y estrellas en las blancas
paredes de su cuna.
III
Algunos domingos por la tarde nos íbamos a la caseta
abandonada que estaba junto a las vías del tren. Le llamábamos ‘El paraíso’.
Desde allí, desde aquella periferia de la periferia urbana, veíamos pasar
trenes mientras el sol caía detrás de nuestras cabezas. Era siempre noviembre. Nos
gustaban las grúas, el cuento que inventaba las vidas de la gente que vendría a
vivir a aquellas casas o el hilo de esas otras que latían detrás de las
ventanas que se iban encendiendo contra el muro con el paso del tren ¿De dónde
volvería aquella chica? ¿Qué vida le esperaba al otro lado? ¿Quién era aquel
señor que contemplaba con gesto estupefacto nuestro barrio?
Hoy soy yo la que pasa, la que mira el lugar desde la
ventanilla, la que vuelve de un sitio, la que mira con ojos encendidos nuestro
barrio: ya no está la caseta, ni hay jóvenes sentados en los bancos, ni late en
mis rodillas esa intensa emoción que consistía en correr muy deprisa al lado de
los trenes con los brazos abiertos como aviones. Sólo la luz persiste. La luz y
su recuerdo. Ahora ya la veo desde el tren.
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