El tren avanza plácido, se desliza, callado, junto al mar,
inmerso en su burbuja de tedio y somnolencia. En el libro, es la guerra. La
madre de Camus trabaja ordenando “tubitos de cartón por tamaño y color” en la
cartuchería del Arsenal militar. Ser viuda de un soldado fallecido en la guerra
le ha dado este privilegio. Diez horas todos los días. Ella, que jamás estuvo
en Francia, que apenas sabría cómo situarla en el mapa. Por lo menos le habían
enviado por correo la esquirla del obús que lo mató. Demasiado joven. Solo. Tan lejos de Árgel.
Las señoras del asiento de atrás han iniciado una charla
interminable sobre hospitales e intervenciones quirúrgicas. Tumores,
convalecencias, agujas y dolor. La del asiento contiguo relata a su
interlocutor telefónico el drama médico que padece su hijo. Delante se deleitan
desgranando los más escabrosos detalles del atentado de París. El mundo parece
de pronto un surtidor de desgracias. El mar, sin embargo, sigue fluyendo
tranquilo al otro lado de la ventanilla.
Pero hay otra tragedia: no estoy triste. No es posible
estarlo. La luz del viernes dibuja destellos que son promesas en el mar
paralelo. Los días por venir, los del viaje, destilan su potencia en el vagón. Huele
a nuevo, a tiempo por estrenar. El tren avanza. Una mueca de angustia y
extrañeza subraya esta perversa paradoja. ¿Cómo no avergonzarse? ¿Cómo no
sonrojarse? ¿Se puede estar alegre con este alrededor? La vida también avanza.
Igual que mi confusión. He anotado tres frases en la solapa del libro:
Que las tragedias son el contrapunto necesario de nuestros
días luminosos.
Que las amarguras son menos amargas si las canta Chavela o
las escribe Camus.
Que cada vez es más difícil leer en los trenes.
Vidas encarriladas v.ias atravesadas v.ias paralelas mor de los travesaños que marcan los segundos tiempos para.lelos a la vida aventura.da
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