Hace unos
meses, reunidos en la concordia del arroz y del vino, tras un largo paseo por
la Sierra de Espadán, cinco amigos (Antonio Cabrera, Adelina Navarro, Eve
Ferriols, José Saborit y Lola Mascarell) se topan, en medio de la conversación,
con una frase que llama su atención: ser
feliz como un perro. Parece el título de un cuento, dice alguien.
Deberíamos escribirlo, dice otro. Y así queda pactado. A la vuelta del verano, en feliz sobremesa, cada uno leyó su cuento perruno. Este es el resultado.
Antonio
Cabrera
Se
miró por casualidad el antebrazo y vio enredado en su vello un pelo de ella. Un
pelo largo y rizado de los de ella. Si un ser humano busca ser feliz, eso será
porque habrá fantaseado sobre la posibilidad de serlo. Es lo que empezaba a
pensar cuando tiró suavemente del pelo y lo depositó sobre la mesa de madera
brillante. Se acordó de aquel que dijo no soy feliz ni falta que me hace. Se
acordó de él mismo repitiéndose esa boutade
algunas veces, cuando se sentía seguro de soportar no ser feliz. Cuando
fantaseaba él también como todos fantasean. Cercano el mediodía del domingo, se
dejaba oír un repiqueteo de campanas desacostumbrado, porque no procedía del
reloj municipal, el que marcaba con pautada lentitud las horas. Aquel repique
se vinculaba a un griterío en la calle, a voces de fiesta. Algo infantil.
Grititos de infante y reconvenciones maternas. Ni siquiera quiso comprobarlo
asomándose a la ventana. De hecho, desde donde estaba podía mirar por la
ventana, aunque lo visto no era el suelo sino el cielo. Un domingo nublado
lleno de colores prelaborales en exceso, conjurado con el lunes. Las nubes son
capaces de representar muy fácilmente los estados de ánimo humanos. Pensó que
sí, que valen como manchas de sentido psicológico o emocional. Los altos cirros
blancos, por ejemplo, hablan de una serenidad lograda después de haber sido
largamente pospuesta, de ahí su palidez y su altura, que encriptan toda su
soberbia en la humildad de lo que ya no quiere ser el centro de atención. Los
cúmulos, no tan altos pero parsimoniosos en su paso, vienen a significar el
flujo de la mente, pues aparentan inminencia encerrada en grisura de lluvia,
pero también, cuando son blancos, apuntan al tránsito del pensamiento
indiferente, el de ideas usadas a diario como si fueran no usadas, las que
pasan con completa inconsciencia por el cielo de azul neuronal. Esto, de nuevo,
no era más que mero fantasear, ahora un fantasear poético. Claro, se dijo. ¿Y
qué? Faltaba la alusión a los cumulonimbos y su divagación se redondearía. ¿Qué
estado de ánimo sugieren esas nubes-espectáculo? La ira sorda. El odio. La
violencia en su premeditación. Imaginó las volutas esponjosas, atroces,
creciendo y creciendo como enormes bambollas. Blancura algodonosa por arriba y
opacidad negruzca por abajo. Inmensos castillos de torres deformadas. Puesta en
escena atmosférica de las pasiones previas a la devastación. Ya era suficiente.
Ninguna dificultad hay en convertir algo en imagen de otra cosa. Volvió a mirar
al exterior y estableció que el cielo no dijera nada. Una nubosidad vulgar, sin
más. Se le iba escapando el hilo de lo que quería pensar sobre la felicidad.
Había de ser una reflexión de tinte descreído. Así llegaría a enunciaciones no
consabidas que acaso satisfarían la condición del pensamiento que juzgaba más
fértil, menos inútil, la de adquirir un punto de vista no hollado antes o no
demasiado hollado antes. Le parecía que el número de perspectivas posibles
sobre las cosas se asemeja (otra vez la fácil analogía) al de las infinitas
divisiones posibles de una línea. Aquiles y la tortuga le vinieron a la cabeza.
¿Sería así? ¿Infinitas opiniones o concepciones sobre la felicidad? ¿Pero de
verdad pueden ser distintas unas visiones que difieran de manera infinitesimal?
E incluso: ¿pueden darse de verdad esas diferencias? Puras fantasías. De
aquella fea luz dominical ya surgía una desconsideración enorme hacia su
persona. La luz actuaba a su arbitrio ocupando con grosería el respaldo del
sofá, quiero decir que se derramaba sobre él como un líquido inoportuno, no
lavable. Y hacía que la sombra de las patas de su mesa de escribir se reflejara
en las baldosas con precisión imperfecta pero desde luego envidiable a tenor de
las inclinadas y trapezoides formas resultantes. La cisterna del vecino hizo
ruido. La idea, más que la imagen, de un cierto caudal de agua cayendo y
arrastrando le llevó de inmediato a conjeturar sobre la dicha del olvido.
Felicidad, venturosa pérdida de la memoria. Que se nos borre lo que sabe
combatirnos. Capacidad de olvido. Eso era. ¿Pero cuánta? ¿Hasta el punto de
vivir en una torpe sorpresa continua? Bobadas. Mejor si una porción de asombro
acompaña al dichoso. Aunque igualmente debe presentarse esa plenitud como con
previa tarjeta de visita, con alguna clase de anuncio que haga aumentar su
definición cuando llegue. Estas cosas sonaban en su interior mientras se daba
cuenta de que en la calle había surgido de repente el silencio. Fue hasta la
ventana. La calle que podía ver desde allí estaba vacía en ese momento, hasta
que en su espacio de visión entró un perro suelto. Un perro joven. Un ser
elástico que lo husmeaba todo, rebosante de curiosidad nerviosa. Y luego
correspondía con latigazos del rabo y vigorosos y joviales gestos que valían
como esbozos de saltos, respingos de vitalidad. Perro feliz, pensó. Felicidad,
aunque fugaz, robusta. Regresó a su mesa. El solitario pelo de ella reposaba
todavía donde lo dejó, visible contra la madera brillante. Con cierta lentitud
retórica lo cogió de nuevo y lo depositó en el mismo lugar donde lo había
encontrado hacía unos minutos, sobre el vello de su antebrazo izquierdo. El
solitario pelo largo y rizado de ella. Reconstruyó la operación de antes.
Volvió a extraerlo con mínima ceremonia. Experimentó un segundo de asombro y de
no asombro, una sacudida dulce en el pensamiento. Se comparó con el perro.
Eve Ferriols
Salgo temprano, como todos los días, hace calor, mucho.
En realidad, no ha dejado de hacerlo en toda la noche. Vueltas y más vueltas en
la cama sin llegar a dormir profundamente. Me he levantado cansada y de mal
humor, aún no es verano y ya han empezado las interminables noches tropicales
de este bendito clima.
La plaza está sucia, muy sucia, hay papeles, colillas,
trozos de vidrio ambar y latas aplastadas como si esa fuera la única forma de
apurar su contenido; huele mal: a orina y sudor de meses que al mezclarse con
el olor de las glicinias del jardín se vuelve aún más denso y pegajoso. Dan
ganas de dar la vuelta, entrar en el portal, subir a casa y no volver a salir.
En el túnel que comunica con Guillen de Castro duermen
cuatro o cinco personas envueltas en trapos viejos. No sé si son las mismas
todas las noches o van cambiando, casi nunca llego a verles la cara, solo
bultos pardos y alargados como gusanos enormes. Levantan el campamento más
tarde que yo y debo caminar entre ellos, casi saltarlos. Mis pasos no los
despiertan, supongo que cuesta eliminar el alcohol ingerido en las largas
noches de intemperie. Y, bueno, quizás si estuvieran despiertos me daría miedo
buscar su mirada.
Me irrita su presencia y la irritación hace que me sienta
culpable. Me irritan porque todo está sucio y porque sé que cuando se levanten
mearán en el jardín de la plaza que nunca dejará de apestar. Pero me siento
culpable porque, en el fondo, también sé que apenas tienen alternativas.
Maldigo a la alcaldesa y la declaro culpable de no
solucionar el problema, Seguro que hay alguna manera digna de arreglarlo y ella
no se ha esforzado lo suficiente. Además, es una mujer gritona y desagradable,
y pertenece a un partido corrupto y despreciable. Me comparo con ella y mi
conciencia se aquieta, ya me siento mejor. Yo no soy así, ni hablar, somos
polos opuestos, sin duda. Me tranquilizo pensando que soy una impecable votante
de izquierdas que paga sus impuestos y las cuotas de dos oenegés.
Casi he atravesado el túnel,
bueno, alguna persona ingenua y bienintencionada o algún concejal imputado lo
llamaría pasaje, pero solo es un feo túnel con pretensiones, cuando noto una
mirada fija en mí. Dos ojos redondos, brillantes y grandes asoman tras una
maraña de greñas oscuras. De lo que solo parecía un rincón en sombra emerge la
cabeza de un perro, el cuerpo enredado en una tela sucia. Es un animal grande,
negro y de raza desconocida, al menos para mí; de un salto silencioso y
elegante llega a mi lado, jadea y mueve la cola como si le alegrara mi
presencia. Está tan sucio que decido que si me toca, volveré inmediatamente a
casa a cambiarme pero parece entender mi cara de susto y no se acerca más.
Sigue mirándome y moviendo la cola, no parece que le moleste el calor, ni la
suciedad, ni el olor repugnante que nos envuelve, ni siquiera que lo haya
despertado tan temprano. El mundo se le presenta tal cual sin que él espere que
sea de ninguna otra manera y, seguramente por eso, sin defraudarlo. Pues claro,
ése es el origen de mi malestar permanente, no es el calor ni la suciedad ni el
cansancio, es el deseo, la necesidad de que las cosas sean siempre diferentes,
mejores, más limpias, más suaves, más brillantes o que sean, simplemente, más.
Me siento paralizada y muerta de vergüenza, lo miro directamente a los ojos,
que parecen tan dulces y tan alegres, como si en ellos fuera a encontrar alguna
respuesta y solo soy capaz de decir en voz alta: quiero ser feliz como tú.
Adelina Navarro
Feia temps que volia retratar-los junts. Aquells dos éssers: el seu gos i
el seu piano, l'entenien com ningú.
Quan el desfici de la incertesa o qualsevol altre deliri l'envaien, i
s'asseia al piano, éste li responia com si d'un organismen viu es tractara. La fusta polida i satinada, poblada
de vetes diminutes quasi imperceptibles, semblava encrespar-se i plantar-li
cara, desafiant-lo a què la fera malbé, a que colpejara les tecles amb vehemència
despietada.
Les notes sortien llavors prenint possessió de la cambra; arribaven a cada
racó, s'endinsaven pels buits dels llibres, prenien l'ànima dels objectes;
cercant, exigint, algun senyal que dilucidara els enrenous del seu pit.
El seu gos, seia aleshores palplantat, a distància, observant-lo.
En interrompres el toc a les tecles, I amb una ànsia nerviosa que vencia el
temor, se li acostava recelós i li mossegava els camals, com volent treure-li a
mossos i arraps allò que el corprenia.
I era així també quan una sensació pletòrica de força i seguretat el duia a
sentar-ser al piano. Tot semblava llavors plegar-se als seus designis. La
música, cada nota, li donaven la raó, i l'engrescaven a seguir tocant, seguir
envoltant-se dels sons que li duien les raons que esperava, i li deien les
coses que necessitava escoltar, i que eren un bàlsam que li templava l'esperit.
Aquell dia, però, no estava rabiós, ni pletòric, ni trist, ni exaltat.
El gos se n'havia pujat al taburet on ell solia seure a tocar.
“Fora d'ahií” solia dir-li quan ho feia. Però eixe dia el va deixar. El gos
va seure sobre les potes traseres i va posar les dues manetes sobre el teclat,
observant-lo encuriosit. Tot seguit, es va girar i el va mirar a ell; i una
altra vegada mirava al teclat.
El gos es va girar novament a mirar-lo a ell; feliç, però prest a ovedir
les seues ordres, si és que es produïen, al temps que van sonar algunes notes
sota la pressió de les seues potetes.
Ell li va somriure, i llavors, va disparar la càmera.
José Saborit
“Feliz como un perro”, dijo uno
de los que estaban en la mesa, y la expresión debió resultar acertada o
graciosa, porque en torno a ella siguieron hablando y hablando, incluso
repitiéndola una y otra vez como si se tratara de una frase hecha o algo
parecido: “feliz como un perro”. No es que entendiera yo mucho del lenguaje de
los humanos, y menos aún cuando sus efusiones verbales se atropellaban
desinhibidas a lo ancho de una sobremesa, pero a fuerza de convivir con ellos
había conseguido, si no comprender por completo lo que querían decir,
aproximarme al menos a un significado vago, hacerme una somera idea de lo que,
en muchas ocasiones, tampoco ellos parecían tener muy claro. “Feliz como un
perro”, decían, y no “feliz como un perro feliz”, y por lo tanto, mi entendimiento
deducía que todo perro habría de ser feliz, feliz por fuerza, necesariamente
feliz. Yo me preguntaba que podría ser eso de la felicidad y si un estado tan
humano o, mejor, tan anhelado por los humanos, podía aplicarse a los de mi
especie así, como si nada, pero a fin de cuentas ellos siempre practicaban esa
suerte de proyecciones logocéntricas,
siempre decían cosas por el estilo, como que el oleaje era agresivo, los
sauces tristes o los crepúsculos nostálgicos. ¿Qué les habría de impedir pues,
creer que un perro podría ser, o incluso que habría de ser feliz? Que ellos proyectaran sobre un perro, sobre
la esencia o naturaleza de un perro esa felicidad a la que aspiraban
inútilmente, tampoco aclaraba mucho acerca del contenido de la felicidad.
¿Falta de responsabilidad? ¿Despreocupación?
¿Negación para el trabajo? No hay muchos perros obreros, que yo sepa, y
aunque a mi me tienen aquí debajo de la mesa esperando mientras ellos comen y
charlan, no voy a caer en la impostura de afirmar que el arte de la espera o la
paciencia es un trabajo. Sabemos esperar, los perros, y sabemos callar cuando
se espera que callemos, por más que en nuestro fuero interno estemos
convencidos de que un buen ladrido de esos que reservamos para las ocasiones
especiales acabaría con toda esta conversación banal. ¿Feliz como un perro?
Díganselo a los severos perros policía, a los leales empleados en aduanas, a
los perros de trineo que quemaron sus
vidas en Alaska, en Siberia, en Groenlandia, en La Antártida, díganselo Laika,
que murió en órbita sin alcanzar la conciencia cósmica que tanto anhelaba,
díganselo a todos mis desdichados congéneres que engordan en las granjas de
China, de Indonesia, de Corea, de México, para dar la mejor carne de perro, tan
apreciada por algunos gourmets humanos… Vaya, parece que se les acaba la comida
y hasta los cafés y los orujos. Por lo menos no han comido perro. Ni perro
salchicha ni perro feliz a la parrilla. Se les perdona que digan tonterías.
Guau.
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