Ayer fue la primera palabra que
escribí en un poema cuando tenía ocho años. Fue ayer y lo parece. Porque
recuerdo la luz de la tarde de agosto en la parte trasera del chalet, donde el
viento soplaba un poco más fresco. Y a mi abuela sentada en la silla de enea,
haciendo sus labores o leyendo revistas. Y también la emoción de las palabras.
Y el olor del cuaderno. Y otras cosas que quizás no ocurrieron pero que mi
imaginación ha ido añadiendo a ese recuerdo con el paso del tiempo. Ayer, hoy,
mañana. ¿Cuántos ayeres han sucedido desde entonces? ¿Cuántos mañanas esperan
en el lado de las cosas aún no sucedidas? Ayer entró Fray Luis a su cátedra en
la Universidad de Salamanca, después de cinco años de cárcel, y mirando a sus
alumnos, de la misma manera en que lo hiciera cada día antes de su cautiverio,
empezó la lección repasando lo dicho en el día anterior. Corría el año 1574.
Diciembre. Dicebamus hesterna die... Y ayer decíamos, en clase, que Fray Luis
fue uno de los representantes de la literatura ascética en el Renacimiento. Y
que San Juan de la Cruz, que entonces se llamaba Fray Juan de San Matías
y era su discípulo, se
convirtió después en un importante poeta. Y quizás al decirlo alguno de
vosotros, o quizás yo, habrá pensado en cuánto tiempo hace que están muertos. En
cómo el tiempo pasa y hoy parece que apenas ha pasado. Y cómo. Y también sin
embargo. Pero ayer fue la primera palabra que puse en un poema. Y ayer es la
primera que suelo utilizar cuando entro en la clase muy temprano e intento
repasar o haceros recordar lo que dijimos. Por eso este diario empieza aquí: un
registro de ayeres (lecturas, clases, textos, noticias, efemérides, no sé…) en
esta encrucijada de caminos entre la poesía y la docencia, en algún lugar
remoto entre el ayer y el mañana.
Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse. Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.
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