Siempre que empiezo el curso -incluso en inicios de curso
tan calurosos y apresurados como éste- pienso que si hay alguien sentado en mi
clase a quien le guste escribir (o mirar, o pintar, o pensar, o llevar la
contraria, o leer, o discrepar), merece la pena seguir empezando.
Afortunadamente –casi como cualquier año- el principio de curso acaba dándome
esa bofetada de satisfacción multiplicada por diez. Por eso, -y oídas las voces
y los comentarios de un gran porcentaje del común de los mortales- a veces –o
muchas- pienso que no sé en qué clase de irrealidad política o social vivimos,
en qué clase de ficción televisiva en la que nos venden que los estudiantes de
secundaria y bachillerato son una horda de niñatos ignorantes e insensibles
poblando las aulas cual autómatas. Ni lo entiendo, ni lo veo, ni se me acaba de
ocurrir la razón por la que quieren que pensemos esto. Porque lo normal, lo
cotidiano, es encontrarse con gente extraordinaria y valiosa, gente a la que no
sólo le gusta escribir, mirar, pintar, pensar, llevar la contraria, leer o
discrepar, sino que, además, tendría la fuerza, si quisieran –si les dejaran-,
de hacer tambalearse el mundo.
Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse. Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.
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