
Siempre que empiezo el curso -incluso en inicios de curso
tan calurosos y apresurados como éste- pienso que si hay alguien sentado en mi
clase a quien le guste escribir (o mirar, o pintar, o pensar, o llevar la
contraria, o leer, o discrepar), merece la pena seguir empezando.
Afortunadamente –casi como cualquier año- el principio de curso acaba dándome
esa bofetada de satisfacción multiplicada por diez. Por eso, -y oídas las voces
y los comentarios de un gran porcentaje del común de los mortales- a veces –o
muchas- pienso que no sé en qué clase de irrealidad política o social vivimos,
en qué clase de ficción televisiva en la que nos venden que los estudiantes de
secundaria y bachillerato son una horda de niñatos ignorantes e insensibles
poblando las aulas cual autómatas. Ni lo entiendo, ni lo veo, ni se me acaba de
ocurrir la razón por la que quieren que pensemos esto. Porque lo normal, lo
cotidiano, es encontrarse con gente extraordinaria y valiosa, gente a la que no
sólo le gusta escribir, mirar, pintar, pensar, llevar la contraria, leer o
discrepar, sino que, además, tendría la fuerza, si quisieran –si les dejaran-,
de hacer tambalearse el mundo.
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