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Dudo, luego existo





"Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad. "¿Y si no me hubieras encontrado?", le preguntaba. "No sé, ya ves que estás aquí...". Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos"
Julio Cortázar, Rayuela

Volver a los lugares donde uno ha sido feliz es un acto que entraña una porción de riesgo. Porque a veces no basta con el eco latente de una dicha pasada. Volvemos a los libros, a las casas, a los crepúsculos no sólo con la ilusión de recordar aquella plenitud, sino también, si es posible, con el vago propósito de renovarla, de hacerla renacer, de saborearla de nuevo. Algo que no siempre es posible. Pero no importa. Nos pasamos la vida ensayando pequeños rituales, cíclicos retornelos, regresos que nos hagan sentir que el tiempo no camina tan deprisa.

En otoño, mi ritual preferido, se llama Woody Allen. Caminar hasta el cine en buena compañía, sintiendo en la cara los primeros fríos, con los guantes quizás y quizás el gorro, mientras voy imaginando ya su Windsor blanca sobre fondo negro y las primeras notas de jazz, es uno de mis placeres secretos. Un placer, por cierto, que no siempre me proporciona esa nueva oleada de felicidad cinematográfica, pues algunas de sus últimas películas no lograron satisfacer del todo mis altas expectativas.

Sin embargo, este año los dioses nos han sido propicios. Porque Magia a la luz de la luna recupera a ese Woody Allen que, desde la comedia, es capaz de hacernos pensar en uno de los grandes temas de la filosofía: razón frente a intuición. Es como si la película tuviera dos filmes: el que sucede en la superficie (una historia de amor e intriga inspirada en el personaje del mago Houdini y su gusto por desenmascarar a los falsos espiritistas) y el que se va desarrollando dentro de cada una de las escenas, en los recovecos del diálogo, en las esquinas de la excelente fotografía, en los acordes de Bix Beiderbecke, en las palabras de Nietzsche, en los gestos de los actores… y en la risa. Sobre todo en la risa. Hacernos pensar, pensar en el absurdo de la existencia, en lo limitado de la vida, en nuestro aciago destino, en la tragedia de lo humano desde la risa es un juego de manos que sólo un prestidigitador como Allen puede conseguir.

A una obra de arte le pedimos que nos haga cosas, que nos provoque sensaciones, y a una obra de ficción, que nos haga creer, que fabrique una ilusión y que luego la rompa para dejar al descubierto su tramoya fascinante. Así, el espectador, de la mano del protagonista, ve quebrarse todos y cada uno de sus presupuestos lógicos, cede el dique de su escepticismo y se abandona al mar de la fe. Y ya cuando está a punto de rezar, descubre que todo ha sido una ilusión. Igual que los juegos de magia que el protagonista - un escéptico racionalista cuyo oficio es intentar que lo imposible parezca verdad- ejecuta tan magistralmente.

La película nos convierte en filósofos porque consigue que dudemos de nuestras propias convicciones. Que pensemos. Después el amor, la magia, la alegría sin motivos, el otoño y el mar. Y esas casas preciosas. Y esos primeros planos. Y ese planetario que se abre al cielo (¿qué puede tener de terrible el universo?). Y un columpio, y un libro, y unos misteriosos golpes en la puerta, más allá, más acá.

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