
La primera vez que lo leí fue en un parque británico llamado Kings Park, cuando todos los libros aún estaban por leer. Me senté en la hierba. Abrí la primera página. Y no me volví a levantar hasta la última. Había terminado COU. Era verano. Y el tiempo parecía infinito.
Ahora lo he vuelto a leer al compás de mis alumnos. De tarde en tarde,
cuando las obligaciones me lo permitían. Lo he leído intentando ponerme detrás
de sus ojos por ver si recuperaba el asombro de aquel verano mítico. No ha sido
necesario. Los pensamientos de Augusto Pérez, los diálogos con don
Fermín, con Víctor, con Orfeo o con don Miguel, sus cuitas amorosas, sus guiños
y sus trampas, sus transgresiones, y sobre todo, su humor, parecían recién estrenados.
Al fin y al cabo, ¿qué somos sino personajes de una novela o de una
tragicomedia donde alguien –llamémosle destino, azar o dios- nos mueve a su
antojo? Todos somos Augusto: paseantes sin rumbo que, enamorados de todo,
andamos buscando algo (llámese ese algo sol o suerte o sonrisa o palabra o
temblor o libro o paseo) que anime nuestra existencia, algo que responda a
nuestras preguntas, algo que nos haga olvidarnos de ese sentimiento trágico que
es, como dijo el propio Unamuno, morir sin
querer morir. El desenlace de nuestra novela, igual que el del protagonista de Niebla,
ya está escrito. En nuestras manos queda el abandonarnos a esa tragedia con
pesimismo y resignación, o disfrutar del regalo con la mayor intensidad posible.
Entre los alumnos, sin embargo,
hubo opiniones diversas. Los más ni lo han intentado (ya encontrarán su
momento, si lo encuentran), los menos tuvieron sus ratos de tedio y
divertimento, y algún despistado que otro -no desesperemos- también quedó deslumbrado. No es
que la lectura no esté de moda entre los adolescentes, es que a los clásicos se
llega cuando se llega. No hay que alarmarse tanto. Su tiempo –también como
lectores- es aún infinito. De algún modo, al final, son los libros los que nos
encuentran a nosotros, como un vislumbre de luz en medio la
niebla.
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