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Empezar III

Propuse a mis alumnos un comentario sobre esta sentencia de Santayana: “Los filósofos contemplan estrellas que se desplazan lentamente”. Uno de ellos entendió más que bien: “La filosofía –contestó- es una actividad inocente que busca explicarse las cosas con calma” Una actividad inocente. Qué fina o casual inteligencia.
Antonio Cabrera, El Desapercibido


En la calma del viernes, tras una intensa semana de retorno a las clases, consigo por fin dedicar la tarde a dos de las actividades, inocentes o no, que más aprecio: leer (en este caso el libro de prosas de mi amigo y colega Antonio Cabrera: El desapercibido, Pepitas de Calabaza) y escribir (actividad que también compartimos). Y digo por fin porque el resto de la semana me he visto inmersa en los laberintos burocráticos y organizativos de un principio de curso muy caluroso y repleto de trampas envenenadas como la que me ha tocado a mí: la Xarxa de Llibres, una buenísima idea de intercambio y reutilización de libros de texto cuya materialización práctica no ha resultado tan buena, convirtiéndose en una suerte de tortura sacrificial que yo, amante a partes iguales de los libros y de la redistribución de la riqueza, llevo con resignación y (espero que también) con bastante elegancia.
Embebida en el reparto y reasignación de libros, en el repaso de las listas, en la colocación de los volúmenes en las mesas de la biblioteca, en el intento de que los nuevos alumnos del instituto guarden cola y silencio mientras esperan su lote, en el transporte con carretilla de los mismos, apenas he podido disfrutar de mis primeras clases, esas en las que se cruzan las primeras miradas y se traman las primeras complicidades, las primeras frases de un diálogo que durará nueve meses y en el que ambas partes alcanzaremos un discreto o abundante (dependiendo de los casos) botín de saberes.
El caso es que esta mañana, liberada por falta de existencias (aún no han llegado los libros que faltan para completar el reparto) de las labores de la Xarxa, me he dedicado en cuerpo y alma a mis alumnos, esos que según las listas de los ránkings de los informes pisas y demás numerologías del Capital ni leen, ni se interesan por la cultura ni tienen ninguna inquietud, ni conciencia política, ni etcétera etcétera. De ahí el cariz noticioso de lo que paso a contar.
Pasadas las doce del mediodía, una alumna de Artes Escénicas de 4º de la ESO ha reconocido el dibujo de Paula Bonet que ilustra mi bolso y me ha contado con una sonrisa que había leído un libro suyo. Durante unos cinco minutos, aprovechando que los demás estaban ensayando una escena, hemos estado hablando de arte y literatura, de sus expectativas como dibujante y escritora. Al finalizar la clase, cerca de la una, otra alumna ha venido a recomendarme una obra de teatro: “A España no la va a conocer ni la madre que la parió”. En el teatro Talía, me ha dicho, está hasta el domingo. Y no sólo estaba informada de otras obras de la compañía y de algunos detalles de su trayectoria, sino que dedica su tiempo libre a aprender interpretación, con muy buenos resultados por cierto, en una compañía dramática. Más tarde, cerca de las dos y media, y al borde del fin de semana, un alumno me ha pedido que le dejara el libro del que acababa de leerles un poema. La sonrisa que tenía al guardarlo en la mochila me ha dado ganas de regalárselo. Estábamos a punto de cerrar el instituto cuando otro, más tímido y ataviado con camiseta del Valencia CF, ha esperado a que todos se fueran para decirme que escribía canciones y fragmentos literarios ¿Te importaría leerlos y decirme lo que piensas? Y yo encantada le he dicho que los traiga cuando pueda. Y me he ido a casa contenta, pensando en todas las cosas interesantes que me quedan por hacer.
Por supuesto estos alumnos no son los únicos, son sólo el botón de muestra, la cosecha recogida en apenas dos horas. No creo que sea una cuestión de suerte: que los dioses me sean favorables cada año en su ración de alumnos con inquietudes culturales. Creo que se trata más bien de prestarles un poco de atención, de aprender a escucharles. Trascendente o no, posible o imposible, es una buena frase para empezar el curso: prestar un poco más de atención a los alumnos. No a sus resultados, no a sus momentos de flaqueza, no a las dificultades con las que se enfrentan debido a la profusión de estímulos audiovisuales en su día a día, no a sus limitaciones, no a los problemas que generan en el aula. Solamente prestar atención a lo que realmente les importa. “El mayor elogio que me dedicaron en toda mi vida fue cuando alguien me preguntó qué opinaba y esperó mi respuesta”. Lo dijo Thoreau en Una vida sin principios.

Que preparen los demás su ración de calabazas: yo prefiero contemplarlas así, desparramadas por el campo, en su desorden de verdes y naranjas, con las luces azules del cielo de septiembre enmarcando la escena. Y escuchar lo que quieren decirme. Y si puedo, enseñarles a verlas.



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