“El
sueño más cercano, se aleja incumplido”
E.D.
Algunos domingos, mientras mis padres
dormían, yo me quedaba despierta en la cama, quieta, en silencio, mirando y
fabulando con las cosas que había en aquel cuarto. Aún no sabía (o al menos
no lo sabía de una forma consciente) que cuando uno se para o se detiene no
sólo el tiempo se adensa, también la percepción se multiplica en un sinfín de
planos, que sólo en la inmovilidad se aprecian realidades apenas perceptibles
en el movimiento incesante de los días.
Aprendí a detenerme en las horas tempranas
de aquellos domingos infantiles y quizá también a ver las cosas de otra forma:
la temperatura en aumento de la luz filtrada por los vanos redondos de la
persiana, su dibujo de burbujas encendidas flotando en la pared del cuarto, las
extrañas siluetas que las cortinas y su estampado de flores adoptaban en el
juego de las sombras, las interpretaciones de mi imaginación, los hilos de luz de mis pestañas... Y también el polvo,
el polvo en suspensión iluminado, el oro del vacío.
No sé por qué me dio por pensar que aquellas
pequeñas motas de polvo que flotaban encima de mi cama, brillando como
ingrávidas piedras preciosas delante de mis ojos, no podían ser simplemente
eso: motas de polvo. Así que me inventé que eran el alma de los vilanos que
regresaba a mi habitación para decirme que todos los deseos que había pedido esa
semana (porque en mi colegio era siempre primavera y los vilanos surcaban el
patio a toda hora) estaban confirmados y vendrían temprano.
Fueron muchos domingos de fábulas y
esperanza, de atenta observación, timoneados por un inexplicable optimismo. Luego
el tiempo fue poniendo cada cosa en su lugar. Los deseos prosaicos (ser
princesa encantada en un castillo, surcar el cielo a bordo de un blanco caballo
alado, encontrar el tesoro de todos los piratas) se quedaron guardados y
obsoletos en páginas de libros. Quizás porque sabían los vilanos que el tesoro
no eran aquellas tonterías que pedía, sino esta prodigiosa sensación que es simplemente
desearlos, traerlos al presente con palabras, el sueño de imaginarlos en la
penumbra de algún cuarto, de ser capaz de verlos desde la quietud atenta.
Quizás la imaginación es un desván oscuro y
cerrado con un agujero en la puerta por el que llega la luz o un cuarto de
Nueva Inglaterra habitado por una mujer que escribe en su mesa vestida de
blanco. Pero qué claridad. Y cuánto deslumbramiento.
Comentarios
Publicar un comentario