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Camino del Far West

De nuevo en la estación. Es temprano y la vida apenas un rumor, callado útero sin tiempo y sin urgencia, un refugio sereno y confortable modelado en papel, hecho de nada. El tren avanza rápido. Un niño lo desliza encima de la alfombra y es mi hermano, yo leo en la penumbra del salón, a su lado, mientras suena el silbido sordo del café.
Una hilera de almendros se sucede deprisa en la ventana: ciudades y polígonos, solares, granate desleído en humo gris y dos adolescentes que se miran a salvo mientras alguien los mira desde la ventanilla. Están llegando al andén donde el tiempo comienza a andar más rápido.
Luego pasan, dispersos, un sinfín de vagones sin parada. Y el eco sin respuesta de los trenes perdidos. Una mujer se mira en el espejo. Es tarde y hay ojeras y surcos en la frente. Es tarde, se repite. Un tren cruza a lo lejos los cielos ya nocturnos. Un retorno imposible es su único consuelo. Mira el nítido gris del horizonte volándose en el humo del café y de los besos, de las piezas de todo el universo de su infancia: un mundo en miniatura, seguro y confortable, donde nada pasaba salvo trenes y un pueblo del oeste y su cantina. Y unos árboles toscos y mellados. Y unos tipis con indios sonrientes. Las máquinas rugían con la voz de la niña que soñaba: pasajeros al tren, mientras movía la fila de vagones por la alfombra.
A veces le parece que podría volver, regresar a la infancia, que ese instante está pasando aún, igual que no termina de pasar junto al río la hilera de vaqueros a caballo ¿A dónde marcharían? ¿Habrán llegado ya?

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