Como este año me han tocado grupos un poco inquietos y rebeldes en el instituto, estoy usando más que nunca la imaginación. Veo excusas para el juego por todas partes, y en cada juego o excusa una posibilidad de aprender algo. Lo hago muchas veces: dejar los ejercicios y las fichas a un lado y tratar de enseñar de otra manera. Asistida quizás por este espíritu lúdico y aventurero, hace unas semanas se me ocurrió decirles que el libro de poemas que tenía encima de mi mesa era un libro mágico: si lo abrís con el corazón (les dije modulando la voz) y dejáis vuestra voluntad en manos del azar (ahí dejé que la mirada se me perdiera en el fondo de la clase), hallaréis en el poema que os salga al encuentro algo que os sirva para interpretar vuestras vidas, para conocer vuestro futuro. Porque este libro (y puse la palma abierta de mi mano encima de la portada) es un libro capaz de adivinar lo que os está pasando.
Un río de manos se alzó entonces al aire para pedírmelo. Porque cuando tienes 16 años, además de ser inmortal, todavía sientes la necesidad de creer. Así que nadie dudó ni un minuto de que aquello fuera verdad. Yo tampoco pensé que les estuviera mintiendo. La poesía nos interesa como lectores desde el momento en que somos capaces de enlazar lo que dice con lo que nos está pasando, con lo que quisiéramos que pasase. Yo empecé a leer poemas porque sentía que todos los versos estaban escritos para mí, que era yo el lector al que iban dirigidas todas aquellas palabras. Cualquier libro de poemas es, en cierto modo, un oráculo.
Con la excusa de predecir el futuro o interpretar el presente hemos leído un libro entero de poesía. Lo hemos hecho a ratos libres, al principio animados por mí, pero después ya siempre a petición suya. El último día me lo pidieron directamente: ¿Por qué en vez de dar clase no leemos poesía? Y a mí se me caían las lágrimas de la emoción. Estaba tan contenta que por el camino iba contándoselo a todos los alumnos que salían a mi encuentro y todos se iban sumando como si el libro fuera el flautista de Hamelín.
Hay un momento de ese día, sentados en los bancos de mármol, con el sol cayendo sobre la arena del patio y dibujando la sombra de la carrasca junto a mí, con el aire ya cargado de primavera en el que todo parece detenerse. Hay que sublimar, les digo. Y esa es otra, una más, de las enseñanzas secretas de la poesía.
Espero que sepan apreciar la inmensa suerte que tienen tus alumnos teniendo una profesora como tu.
ResponderEliminar