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Prestar atención

“Como la mayor parte del tiempo la pasamos inmersos de mil maneras en lo impersonal, cuando salimos del flujo nos hallamos al principio desconcertados - ¿no es significativo que cueste tanto aguantar la soledad y el silencio?-, pero luego empezamos a ver…”
Josep María Esquirol

 Desde dentro la montaña no se ve. Hay que ir a los valles para poder mirarla. Desde los valles del Camp de Turia, la Sierra Calderona es un relieve azulado hecho de aire. Aún no son las nueve. Sin embargo, las características meteorológicas -nublado con sol poniente en día de calor asfixiante- convierten el paisaje en un territorio imaginario. El contraste de naranjas y azules, la cresta ardiente de los árboles, el polvo amarillo en suspensión, llenan de irrealidad las imágenes que el camino me regala. No sólo he cambiado la perspectiva. También el ritmo. El trote de mis pies conforma una música distinta que se une al compás de mi respiración y al estridor resistente de las cigarras. He subido por la cuesta de la urbanización hasta el puente que cruza la autovía. Voy corriendo. Se suceden los campos ordenados, con sus olivos y naranjos en fila, obsequiándonos un sueño de orden imposible. A los lados de la carretera, se nos vienen la avena y los cardos, el hinojo y las matas resecas, doradas, encendidas. El ojo ya se ha habituado a ver las cosas despacio, aunque vaya corriendo. Es un proceso lento. Ocurre a los pocos días de estar en el campo. El aceite de la luz se concentra en los últimos niveles, a ras de tierra y queda en lontananza un gris que está hecho de cielo y de montañas. 
     Desde dentro la montaña no se ve. Desde aquí fuera, desde la planicie de esta comarca, puedo distinguir con claridad cada uno de los relieves. Les voy poniendo nombre: el Picayo, el Garbí, el Alt del Pí, La Mola de Segart, Rebalsadors… Son los nombres mágicos de una forma de vida, de una manera de entender el mundo, de una cosmovisión. Sin querer imagino las veces que he subido allá arriba pedaleando y por un momento todo se llena de nostalgia. La nostalgia va bien con el amarillo. Es el color de la tierra que hay en los campos de al lado. Lo lejano es siempre lejano, aunque sea conocido. 
      Ya de vuelta, decido internarme en un camino nuevo. Por un momento me parece que puede dar a otro puente que cruce la autovía. El deseo de descubrir un enlace acelera el ritmo de mis pasos. Avanzo entre algarrobos en sombra, entre piedras y muros de antiguas construcciones pintados de graffiti. Hasta que veo una especie de fábrica o de almacén. Entonces la aventura. Y ese miedo pequeño de estar sola en un lugar que no conozco. Y la premura de la luz impidiéndome avanzar. Regreso por el mismo camino. Ahora el sol está a mi espalda y puedo ver las luces del pueblo que se encienden. Es todo tan suave. Tan lleno de armonía que no puedo parar de sonreír. Me detengo en los cielos fugitivos. Subir a la montaña es también una forma de tratar de alcanzarlos, de buscar ese límite en lo alto. El olor a solar, a hierba seca, al cruzar el pequeño camino que une el puente de la autovía con la urbanización, me trae a la memoria todos esos veranos de la adolescencia, cuando buscábamos el amparo de los solares para aprender todo lo que en casa no podían enseñarnos. Después, ya entre chalets, me cruzo con una muchacha que circula feliz en su bici de paseo. Por un momento, como en un cuento de Borges, comprendo que soy yo hace ya veinte años. Que yo también fui así, que yo era esa volviendo de un encuentro, de un lugar donde nadie sabía que estaba. Sola. Ahora también vuelvo de un lugar desconocido. Soy la misma. Y siento que la emoción es como ese aceite naranja que va desapareciendo. Avanza sin parar y sin embargo, todavía. 

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