Cuando uno ha caminado con amigos que aman la montaña de verdad, salir a caminar implica de algún modo salir con todos ellos. Los amigos te van acompañando porque esa es su misión, la de ir contigo, señalarte las cosas y decirte: ¿Has visto aquella loma? ¿Escuchaste ese canto? ¿Sabes que en esta zona se libró una batalla? Caminan contigo y señalan las cosas, son deícticos. Poner nombre a lo anónimo es también su misión. Te ponen nombre a ti porque son ellos quienes hacen de ti un ser irrepetible.
Un miembro de ese grupo es Antonio Cabrera. Camina con nosotros desde hace muchos años, sobre todo si hay pájaros. Él es el encargado de ir poniéndoles nombre porque es capaz de distinguirlos por su canto. El mirlo, la abubilla, el petirrojo, el tenaz arrendajo. También pone adjetivos y nombres a los árboles, a la época precisa de las flores, a los caminos secretos que recorren la Sierra de Espadán. Desde que Antonio no está aquí, en la tierra, lo imagino en el cielo. No en el cielo de Dios, con los ángeles y los apóstoles, sino en este otro cielo cotidiano y tangible que es el cielo de agosto que atardece ahora mismo delante de mis ojos. Porque sería justo -si existiese algún tipo de justicia en el injusto negocio de vivir- pensar que Antonio ha conseguido convertirse en pájaro.

Ayer, cuando regresaba de un largo paseo en bici, observé una golondrina dejándose llevar por el viento estival. Planeaba en el aire con las alas abiertas como si estuviera bailando. No creo que fuera a ninguna parte. Más bien parecía estar disfrutando de sus alas, de la tibia caricia del aire en su plumaje, del prodigio del vuelo sin porqué. Pensé en la sensación de dejarse llevar por esa brisa y pensé en Antonio liberado de su cuerpo humano, cantando todo el día entre las ramas y volando bien lejos a pasar el invierno. Sentí una nostalgia repentina de su migración. Fue una de las últimas frases que nos dijo en su casa hace unos meses: en el campo ya deben estar cantando los ruiseñores. También lo escribió en un poema: “En la naturaleza no hay nada melancólico, aseguraba Coleridge (…) pero al considerarla,/al detener su luz,/se abre allí, sin remedio, en la conciencia,/ la exhausta flor mental de la melancolía”. Esta melancolía tan alta que la ausencia de Antonio dibuja en nuestros pies.
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