La mesa se ha llenado de fotos y hojas muertas, de viejos manuscritos y pedazos de vida clausurada. Las fechas y los gestos sepultan mi escritorio: memorias de quién sabe qué mirada deshaciendo inmortal su huella seca. Quizás la paradoja del tiempo sea esto: un brillo irreverente en unos ojos, una absurda sonrisa congelada y un no reconocer ese momento. El olor de repente que nos lleva a un instante pasado y un saber que es olvido.
Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse. Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.
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