Después ha dado un salto y se ha marchado en busca de aventuras. El olor de la tierra que hay en la maceta donde crece hace meses la begonia encendía su afán, guiaba sus pasitos arrastrándose, el hilo plateado de su baba. ¿Dónde vas, desdichado?, le hemos dicho al hilo de una historia que escribió Antonio Moreno. Y entre risas y bromas lo hemos vuelto a poner en el cuenco. Confundido por el viraje de los acontecimientos, ligeramente aplastado e inestable en la superficie blanda de la lechuga, se ha quedado pensando unos instantes, apenas un minuto, pues es un caracol intrépido e impaciente, y se ha vuelto a poner en movimiento. Esta vez ha cruzado de un salto a la maceta y ha trepado veloz hasta la tierra. A dónde ira después no lo sabemos. Tampoco qué será de su destino. Lo que haremos con él. Si es adulto o pequeño. Quién sabe cuánto vive un caracol. Lo que sí que sabemos es que su inesperada visita matinal ha llenado de humor y narración el principio del día. Quizás era ese el mensaje que traía del más allá marciano de su origen. No dejéis de mirar a lo pequeño, nos decía en silencio. Y no perdáis de vista la atención, el cuidado, el asombro. Tampoco la lentitud. No es un caracol, es un maestro.
Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse. Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.
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