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Profesores y alumnos


Todas las convicciones que uno ha levantado en el aire de la adolescencia se van desmoronando lentamente con el paso de los años. Las veces que juramos no ceder al desánimo, no comprar una casa, no vestir de corbata, no ponernos zapatos de señora, no entrar en restaurantes ni en gimnasios, no quedarnos callados, no mentir, no decir ‘encantada, buenas tardes’, no fingir ser simpática, no aguantar más de un grito, no dormir sin amor. Dijimos que no a todo: a la comodidad y a la burguesía, al empleo fijo, a los viajes comerciales, a las agendas, a los lápices afilados. Dijimos que no a las pautas del papel pautado donde la gente que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico es la misma que necesita darse citas precisas para verse. Nosotros no estaríamos ahí. Nosotros los del nunca, los del ya, los del no. Nosotros los del todo, los del salto, los del globo repleto de pintura en la mochila. Nosotros que juramos quedarnos en el fuego, igual que en el poema de Alexandre, ardiendo en cualquier calle, al raso, en los andenes, tocando la guitarra, volando a otro país, viajando con mochila por Europa, bronceándonos en todas las playas, en todas las montañas, en todos los desiertos. Nosotros que estaríamos siempre en la intemperie, en las paradas de autobús, en los locales oscuros que abren hasta tarde, en los macroconciertos de leyendas del rock. En los puestos de los mercadillos, en las furgonetas Volkswagen, en las casas de amigos de un amigo en la Alpujarra o en el Oeste, en tiendas de campaña y en caminos polvorientos. Nosotros los elegidos, los bohemios, los especiales, los únicos e intransferibles, los que se encuentran sin buscarse. Los que de pronto han crecido y se han hecho mayores y han flanqueado la línea. Y ahora tienen pisos y deudas e hipotecas y carecen de tiempo y a veces de pasión y celebran contentos el paseo matinal de los domingos por el parque y se paran a ver cómo crecen las rosas. Nosotros los llamados al gran festín del mundo ya no somos los mismos. Somos esos señores a los que mirábamos desafiantes desde el pupitre desde donde ahora nos miran los otros, los otros que malogran y malgastan ese mismo botín que nosotros tuvimos, ese puñado de adolescentes a los que llamamos alumnos

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El yogur

Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse.  Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.

París es una enorme metáfora

Viajar a París es, también, habitar el interior de un libro, transitar páginas que son calles, perseguir las huellas de los personajes, en mi caso de Horacio y de la Maga.”Huella y aura. La huella es el anuncio de una proximidad, por lejano que esté quien la dejó. El aura es el anuncio de una lejanía, por cerca que esté lo que la evoca. Mediante la huella, nos apropiamos de la cosa; mediante el aura, la cosa se apropia de nosotros”. La cita es de Walter Benjamin, de un librito con apuntes sobre la ciudad de París recientemente comprado en el Gu gg enheim de Bilbao y llevado de mi mano hasta el Louvre. Al fin y al cabo -aquí también- todo está lleno de puentes. Buscar correspondencias, que cada cosa remita a otra -un rostro a otro rostro, una frase a otra frase- es, en palabras de Benjamin, la verdadera esencia del flaneur . Y como tales nos dejamos llevar por las calles heladas y su fragor navideño. Escribe Proust: “Entonces, totalmente alejado de esas inquietudes liter
  “Quien educa tiene un jardinero en su interior porque siembra la semilla de la curiosidad para que sus alumnos florezcan por dentro” Santiago Beruete (Aprendívoros) Una de las mejores sensaciones que conozco es la de entrar a una clase por primera vez. Cruzar la puerta, encender la luz, situarse delante de la pizarra, y mirar todas esas caras nuevas que esperan a ver qué les cuentas. Durante unos segundos, el mundo se detiene en el vuelo de los dados que un dios desconocido lanza al aire. Hay un silencio expectante que espera una palabra, un gesto, una sonrisa, una mano tendida o un sonido que vuelva a poner el mundo en marcha. Es un silencio que no se volverá a repetir en todo el curso. No de la misma manera. Es el silencio compartido que dibuja en el aire un grupo de desconocidos que te mira desde sus pupitres mientras tú los miras a ellos. Sabes que vais a pasar mucho tiempo juntos, que en unos minutos el rumor de los pupitres se irá convirtiendo en algarabía. Sabes que vais a com