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Aquellas mañanas largas en que marchábamos a la universidad

RESEÑAS

 25 de hace 25

Victor Colden

Newcastle Ediciones

 



Hablar de recuerdos, de memorias y nostalgias, de lo que el tiempo nos va robando es hablar de literatura.  Como dice Luis Landero en su último libro, El huerto de Emerson, “cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos. En nuestro pasado está todo cuanto necesitamos para encender el fuego de la inspiración. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria”. No escribas lo que sientes, dice el autor, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad. 

El recuerdo es una parte fundacional de nuestro presente. Es nuestro presente. No podemos desligarnos de él aunque el olvido vaya horadando sobre su piel profundas galerías y extraños laberintos. Somos lo que somos porque fuimos, y el dolor por la pérdida de aquel otro que una vez habitamos forma una línea que recorre toda nuestra vida. Como dice Josep M. Esquirol en su último libro, Humano, más humano -una lectura, por cierto, que muchos de aquí compartimos-, la memoria forma parte de eso inolvidable, de aquello que, junto a la conciencia de la muerte y a la certidumbre del nacimiento, no podemos soslayar. Por eso nos esforzamos en preservarlo del olvido con el lápiz de la memoria. “Disfruto hasta tal punto de esto que tanto me hace vibrar –que tanta vida me da-,” dice el autor, “que ya sufro anticipando su pérdida. Esta es la razón por la que una de las principales curvaturas poiéticas consiste en guardar (en forma de memoria, recuerdo, promesa, esperanza…). Guardar los encuentros de la vida es vibrar por el reencuentro”.

Esa y no otra es la clave que nos permite traer al presente lo que está ausente. Recordando, del latín recordare, que significa volver a pasar por el corazón: fijar para que no se escape. De ahí también la palabra record escrita en los botones de aquellos radiocasetes donde nuestros padres grabaron nuestras primeras palabras o en aquellos aparatos de VHS donde de pronto el mundo de la infancia se ponía en marcha. Recordar es grabar. El pasado está inscrito en nuestras almas con una tinta indeleble. Y sobre el acto de recordar y la literatura se han escrito también muchas páginas. Hoy venimos a hablar de las que ha escrito Victor Colden, el autor de este libro excelentemente editado por Newcastle. Un volumen breve y exquisito donde el autor nos habla de lo que mejor se puede hablar, de la vida, de lo que nos ha pasado en primera persona., aunque le haya pasado a él.

Siempre he pensado que hay épocas míticas en la vida (igual que las hay en la historia), épocas doradas a las que volvemos con más frecuencia. Insistimos en ellas porque la huella que han dejado en nosotros es más honda aún, como el nombre de aquellos enamorados grabado en el tronco de un álamo junto al Duero.  La infancia es uno de esos territorios, la primera juventud y su época universitaria es otro. Y ese es el lugar donde suceden estos 25 relatos. 25 fragmentos que se van enlazando como se enlazan las cosas en la vida, con una arbitrariedad que en apariencia carece de sentido porque es fruto del azar, pero sujetas a ese orden superior que organiza también los relatos y las novelas. Solo cuando miras hacia atrás es cuando eres capaz de verlo todo ordenado. Como escuché hace poco en una conferencia de Steve Jobs que puse en clase: “No puedes conectar los puntos mirando hacia adelante; solo puedes hacerlo mirando hacia atrás. Así que tienes que confiar en que los puntos se conectarán de alguna forma en el futuro. Tienes que confiar en algo: tu instinto, el destino, la vida, el karma, lo que sea. Porque creer que los puntos se conectarán luego en el camino te dará la confianza de seguir tu corazón, incluso cuando te conduce fuera del camino trillado, y eso hará toda la diferencia”. Estos 25 fragmentos en apariencia deslavazados van trazando una historia con su planteamiento, su nudo y su desenlace. Reflejan un instante en su devenir. Igual que esas cintas de VHS en la que grabamos los momentos decisivos. 

“Hace venticinco años, cuando el tiempo no volaba y yo tenía tiempo para todo, algunas mañanas en que terminaba muy temprano en la facultad, me iba a visitar a mi primo Héctor”. Así empieza el segundo fragmento del libro. Así, con ese ‘hace venticinco años’ empiezan los 25 fragmentos. Y al leerlos, apenas sin darse cuenta, el lector regresa a aquel momento en que las hojas del calendario no volaban y parecía que aún tenía tiempo para todo. Esa es la clave de este libro. Un libro que consigue, contando lo personal, conectar con un sentimiento universal, con un modo de vivir, con una atmósfera que todos reconocemos: aquellas mañanas largas en que marchábamos a la universidad y todo estaba por escribir. Y lo hace con una expresión sencilla, pero no simple, una prosa que coincide exactamente con ese tempo de la vida, con ese fluir de las cosas cotidianas. En este libro se puede leer la vida, su brevedad, su intensidad sin grandilocuencia ni adjetivación innecesaria, sin tener que estirar los recuerdos, sin esa pedantería a la que el autor (y todos los que estudiábamos) queríamos poseer. Porque aquí dentro, en este pequeño volumen, hay todo lo que se puede esperar de la vida en cualquier momento: amor, drama, alegría, libros, cafés, viajes, bromas, reflexiones e incluso tiempo vacío. 

No quiero hablar demasiado de esas historias, porque es un libro muy breve, y temo desvelar algunas de sus claves argumentales. Apenas cuatro cosas para ir concluyendo. Cosas como que el libro se puede entender a veces como un retrato generacional que supera las generaciones, porque el lector encontrará en sus páginas los rasgos de una época con sus asideros culturales (música, libros, acontecimientos), pero que no limitan su lectura a los que vivieron ese momento. O cosas como ventana, por ejemplo, porque 25 de hace 25 es una forma de rebobinar el tiempo, no al estilo Regreso al futuro, sino de la única forma posible, como una suerte de espionaje a través de las ventanas, una claraboya a la luz o al aroma de una mañana concreta de sábado. Incluso podría contestarle al hijo de Víctor, con su permiso, del que se habla en la nota final y que en un momento dado le pregunta a su padre por qué pierde el tiempo escribiendo sobre el pasado. Aquí el autor hace una sencilla, pero preciosa reflexión sobre los distintos motivos que nos pueden llevar a escribir sobre el pasado para concluir que sobre todo se trata de un acto de amor. No hay mejor definición. Aunque yo añadiría que hablar del pasado, escribirlo, y más cuando se cuenta con el don de decir, como es el caso, no es una forma de perder el tiempo, sino de ganarlo.  Y también, que los pasos que damos en la vida son ya definitivos, que el tiempo no regresa, que las cosas que pasan ya han pasado es algo que nunca terminamos de creer. Vivimos como si en un momento dado de la vida alguien fuera a venir a decirnos: venga, regresa a esta casilla y resuelve tus asuntos, evita aquella discusión, espía aquella escena, di aquellas palabras, responde al teléfono.  Es como si la infancia y la juventud estuvieran ahí, paradas, detenidas, esperando que regresemos para volver a ponerse en marcha. Para darle esta vez a la tecla Play y poner en funcionamiento todo lo que grabamos en nuestro corazón. Creo que esa es una de las principales virtudes de este libro, 25 de hace 25 ha conseguido poner en marcha mi propia juventud. .






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