“Estamos solos, sin
excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre.
Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y, sin embargo, por otro lado,
libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace”
Jean Paul Sartre. El
existencialismo es un humanismo.
Este año he vuelto a Rodalquilar. Hace diez años que vine
por primera vez y como es lógico, las escenas de las distintas visitas terminan
superponiéndose. Me gustan las repeticiones, porque con ellas el tiempo se hace
redondo y parece perder su terca cualidad de fugitivo, su huída constante
camino del futuro. Volver a los paisajes desiertos, a las piteras, a las palas
y a las nubes que acarician las cimas de los montes, a las playas remotas, a
los peces, al mar y a las terrazas, a la impunidad del tapeo y de las horas
muertas, es una forma de enlazarse a la vida, de salirle a la vida por la
tangente del tiempo.
Leer Lord Jim junto al mar, impregnada de salitre y de
arena, es también una forma de ensartar en el hilo del tiempo viajes sucesivos.
La línea del horizonte evoca lejanías y eternidades. La espuma de las olas
cercanas, felices retornelos. El libro, el volumen (una edición de Pre-textos),
nos une al devenir lentísimo de las horas estivales, porque ya estuvo aquí, en
Rodalquilar, a finales de julio, hace ya muchos años, en unas manos ajenas,
pero cercanas. Y aún queda en sus páginas la huella del paso de ese
primer lector. Es un libro demasiado voluminoso para llevar a la playa, pero sus ecos,
aligeran el lastre.
Lord Jim también acarrea un lastre. Un lastre que a nadie
nos es ajeno pues tiene que ver con la culpa. Alguien a quien lo sucedido en el
pasado atormenta de tal manera que le impide vivir. Sólo un lugar donde nadie
sepa lo que sucedió puede otorgar al protagonista la salvación momentánea. Un
error, una decisión precitada, un acto
ciego y fugaz y minúsculo puede hacer virar el destino del alma humana. Sobre
todo cuando el olvido se hace imposible. Así huye Lord Jim de los puertos donde
soñó vivir. Así llega a la selva, al corazón de la selva. Y así, tristemente
así, el fracaso y la culpa acaban por darle alcance.
Entre tanto, sucede Conrad, la fuerza de su narración, la precisión de sus
adjetivos, las historias intercaladas, los personajes y sus reflexiones, el
ambiente del puerto. Sucede una capacidad narrativa excepcional que sabe
enlazar anécdotas, sucesos y pensamientos, como si alguien nos estuviera
contando esa historia en la cubierta de un barco una noche de verano (demasiado
largo, dicen los críticos, para una velada en un barco, pero en eso consiste la
literatura). Y si se aguza un poco el oído se pueden hasta escuchar las
gaviotas y los motores del barco y la voz grave de un marino que grita: hombre
al agua, y el rasgar eólico de las velas, y el olor de la brea. Y el temor de
la tempestad incipiente: las nubes bajas, plomizas, el viento que se detiene,
el zarpazo del relámpago.
Porque más allá de las aventuras del protagonista, más allá
de la descripción de un lugar en el mundo, Lord Jim nos habla de nuestros
propios miedos. Atraviesa las páginas y se convierte en una parte de nosotros.
Camina a nuestro lado unos días y luego lo vemos alejarse, siempre con
tristeza, envuelto en una nube romántica de ensoñación aventurera. Lord Jim es
esas dos caras que viajan a nuestro lado: el hombre que se salva y el que se
sacrifica. Tal vez la palabra huida sea el diapasón que afina su paso por el
mundo. Huir de esa condena que consiste
en elegir y que siempre nos deja en la boca el gusto amargo de los caminos que
hubiéramos podido tomar. El ¿qué hubiera pasado si?
El drama del protagonista produce desasosiego. El relato de
Conrad anula esa tristeza, esa nostalgia. La lectura de la novela nos
proporciona un extraño placer. Huir de nosotros mismos. Volver a Rodalquilar
desde sus páginas, con ese excedente de felicidad que nos permite adentrarnos
impunemente en los laberintos más oscuros del sufrimiento humano. Al fin
y al cabo la felicidad es estar fuera de sí. O perdonarse.
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