... Yo me explico los fantasmas: ¿Cómo no regresar de la muerte, algunas veces, a visitar las casas queridas? ¿Cómo no acariciar las colgaduras, entornar las puertas de los armarios, asistir al lago de los espejos, entreabrir el aire de los aparadores? Yo seré un fantasma incansable, alguna vez; ¡tengo tantas casas que visitar de nuevo, diseminadas en la ciudad, en los pueblos, en las novelas, en la historia…!
Julio
Cortázar, de una carta
En el principio fue Cortázar. Lo leí en las tardes interminables de la adolescencia, con una mezcla de asombro y de estupefacción cercana al aburrimiento. Lo leí porque había que leerlo. Porque me habían dado un premio en el instituto que sólo podía gastarse en libros. Lo leí en tardes interminables de británico aburrimiento adolescente cuando por primera vez salí de mi casa y comprendí que la libertad y el tedio guardaban una extraña relación. Fueron horas interminables de capítulos a saltos y morellianas insomnes. Hasta que un día, por una extraña conexión del destino, las palabras del argentino se enlazaron a mi vida del mismo modo en que se enlazan las personas: de una forma totalmente azarosa e inexplicable.
En el principio fue Cortázar. Lo leí en las tardes interminables de la adolescencia, con una mezcla de asombro y de estupefacción cercana al aburrimiento. Lo leí porque había que leerlo. Porque me habían dado un premio en el instituto que sólo podía gastarse en libros. Lo leí en tardes interminables de británico aburrimiento adolescente cuando por primera vez salí de mi casa y comprendí que la libertad y el tedio guardaban una extraña relación. Fueron horas interminables de capítulos a saltos y morellianas insomnes. Hasta que un día, por una extraña conexión del destino, las palabras del argentino se enlazaron a mi vida del mismo modo en que se enlazan las personas: de una forma totalmente azarosa e inexplicable.
Después vino
la Maga, su cara de traslúcida piel, su desorden, su intuición, su libertad,
sus paseos sin rumbo por las calles de París, su espera inmóvil en el Pont des
Arts. Vinieron las reuniones del Club de la Serpiente, el jazz y las discadas
en pisos de estudiantes atestados de libros. Que ya no se sabía qué parte
pertenecía a la ficción y cuál a la realidad. Las líneas de Rayuela se habían
enlazado a las líneas de mis manos, como en un cuento fantástico, y la realidad
dejaba de ser esa única y estanca imposición con la que el orden bienpensante
nos mantenía callados y obedientes. Fue entonces cuando vino la Joda, el
compromiso social y político. Nicaragua tan violentamente dulce y la transgresión constante. La vuelta al día en 80 mundos. Las
palabras al vesre y la hortografía con hache. La risa y el humor como
salvaguarda. Viajé por la cosmopista con Julio y la Osita a bordo de una furgoneta
que se llamaba Fafner. Y el tiempo dejó de ser ese oasis de tedio e
incertidumbre en el que había vivido la adolescente para convertirse en esta
carrera trepidante hacia ningún sitio que es la edad adulta.
Vinieron
entonces, enlazados como abalorios al hilo de los días, todos los cuentos (el
cuento): La autopista del sur, Casa tomada, Lejana, La noche boca arriba, Bestiario, Carta a una
señorita en París, Continuidad de los parques, Axolotl… Y algo de mis primeras
lecturas infantiles, de Maupassant y de Poe (traducido por Cortázar aunque yo
entonces no lo sabía), regresaba con ellos. Lo extraordinario se instalaba en
lo cotidiano y todo era posible: vomitar conejitos, cruzarte con tu alter ego
en un puente de Budapest, amanecer junto a una tribu azteca rodeado de llamas o ser
expulsado de tu casa por una fuerza inexplicable. También leí sus cartas y sus
entrevistas y todos los estudios sobre el autor y su obra que cayeron en mis
manos. Y hasta llegó un día en el que se me dio la oportunidad de poder cruzar unas palabras con Aurora Bernárdez, a la que tantas veces había visto en fotografías junto al gran cronopio.
Después pasó
la efervescencia de la primera juventud. La pasión con la que devoramos las
cosas cuando aún somos demasiado jóvenes. Y Cortázar, al que cada vez vuelvo menos,
fue quedándose mudo en la estantería, encerrado en un montón de volúmenes
repletos de subrayados, papeles diversos y billetes de metro. Aún sigo recopilando todo tipo de
libros que hablan sobre él. Y sigo mostrándoselo a mis alumnos siempre que
encuentro una excusa en el temario. Tampoco me resigno a apretar el tubo del
dentífrico desde abajo, ni a escribir mis cartas en papel pautado. Le debo a
él, quizás, mis ganas de escribir y de estudiar, mi deseo de ver el otro lado
de las cosas, mi amor a las casualidades, mi pasión por los juegos del
lenguaje.
Tengo tantas
imágenes y tantas palabras de Cortázar archivadas en mi retina, que a veces me
parece que lo he conocido, que hasta podría opinar sobre dónde estuvo o qué
hizo. Hoy cumpliría cien años. Y aunque ni él ni yo creamos en las Hefemérides, no he podido evitar pensar que
recordarlo en este blog es una forma de acercar sus libros al lector, o de
hacerle sentir, como diría él, una cosquilla de privilegio allá dónde esté, o de traerlo al presente o de seguir jugando con las palabras, perras negras. Pero sobre todo, es una forma de volver a pasar por el corazón (que es
recordar) lo que viví a la luz de sus escritos, y que las dos, la vida y sus
palabras, florezcan.
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