Acostumbrados como estamos a deslizar el dedo por la pantalla del móvil mientras las imágenes y las frases ingeniosas llenan nuestro presente con su cháchara fácil y banal, metidos en la balumba de citas y programas y obligaciones múltiples (parrillas televisivas, clases de spinning, depilación láser…) apenas somos capaces de pararnos y contemplar, de advertir que lo que ocurre a nuestro lado es único e irrepetible. O peor aún, que eso maravilloso e irrepetible que pasa a nuestro lado deja de serlo en cuanto somos incapaces de prestarle atención. Que se nos pasa la vida enganchados constantemente a una infinidad de quehaceres inútiles. Que si lo piensas bien, hasta dan ganas de llorar.
Es como si todo el tiempo tuviéramos que estar entretenidos
y ocupados. Como si esas horas de silencio y lectura o conversación, de estar
sentados frente a un árbol, de sentir que el tiempo pasa despacio o que la
lluvia moja ligeramente los campos resecos son una pérdida de tiempo. Porque no
dan dinero, claro. Porque no dan dinero y porque forman parte de una estética
alejada de la presente exaltación de la juventud, de la necesidad pueril de
estar siempre ‘pasándolo bien’, que es lo que nos aleja de ese arma afilada y
peligrosa que es el pensar.
Leía hace poco en una entrevista a George Steiner que los
jóvenes no tienen tiempo de tener tiempo, que el temor al silencio los aleja
del amor por la cultura y por el saber. Sólo desde el silencio del tiempo vacío
se puede acceder a ese reino de difícil conquista, a ese mundo que solo unos
pocos valoran como el tesoro que es: el mundo de la filosofía, de las palabras,
del conocimiento, del análisis del comportamiento humano, de la búsqueda de la
belleza, y tantas otras cosas a las que hemos dado en llamar cultura, arte, literatura.
Pero no sólo eso. Quizás mucho peor. No sólo hacen falta
vacío y silencio para escribir o leer o para pensar, nos hacen falta para vivir.
Silencio para sentir el leve crujir de las cigarras después de la siesta
estival y comprender que el mundo gira siempre en la misma dirección y que ese
regreso nos hace darle esquinazo a la muerte; quietud para escuchar las últimas
gotas de la tormenta e intentar acomodar en su música el ritmo de nuestra
respiración; tiempo para percibir la densidad de todo, el lujo de cada minuto,
la celebración constante de la naturaleza y la unión de cada cosa con la otra;
vacío para recordar lo que ocurrió ayer, para saborear el eco de los besos, el
estremecimiento de unas buenas noches o para dejarse ir. Duración en sentido bergsoniano
frente a tiempo en sentido capitalista, o como explica Juan Arnau en la
Invención de la libertad: “la durée no es la suma de unidades de duración, no
es un tiempo homogéneo, regular ni acumulativo; estamos en el ámbito de lo
irrepetible”.
En el vacío del aburrimiento como camino a lo irrepetible es
donde nacen los frutos menos aburridos.
Ay! quien pudiera /aburrirse a palo seco /como aquella niña nueva/ siguiendo el vuelo modorro/ de la mosca en la escuela.
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EliminarY aquellas machadianas:
¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!