
Aunque a ratos lo intento: breves notas a mano en la libreta
que siempre llevo encima (…estas luces de
mayo: ¿desde cuándo?...); esbozos de poema (¿Hace el frío más nítidos los soles?) o fragmentos de prosa
inacabados: ¿Cómo no iba a intentar
hacerla mía, evitar que se escape cada vez la blanca sensación que otorga a la
mañana esta dureza arcaica, este sol que bendice? ¿Cómo no imaginarse en la
continuidad de un ciclo en que la luz es lo que permanece?
Quizás es que la maleza de los días con sus infinitas
obligaciones no nos deja mirar, que bastan unas horas para limpiar la pátina
gris que los días rutinarios van depositando en los cristales de la vida. O
quizás es que el poeta no puede mirar las cosas sin interpretarlas. Tampoco importa
demasiado: la luz que aún entra tímida por mi ventana, en este amanecer lento y
callado de diciembre, me ha devuelto a ese instante de íntima conexión, la
feliz paradoja de marcharse y volver concentrada en el sol que inunda el patio
de manzanas, las ganas de alumbrar con las palabras esta suerte de estar,
apenas una hebra en el ovillo infinito del tiempo: aquí, ahora, sorteando las
sombras, rodeada de luz.
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