“…es la
imaginación la que ha enseñado al hombre el sentido moral de los colores, de
los contornos, del sonido y del perfume. Ha creado, al comienzo del mundo, la
analogía y la metáfora. Descompone toda la creación y con los materiales
amontonados y dispuestos según unas reglas de las que no se puede encontrar el
origen más que en lo más profundo del alma, crea un mundo nuevo y produce la
resurrección de lo nuevo”.
Charles Baudelaire – Salón de 1859
La senda de Les Rotes a Molins tiene algo de atávico. El mar
al fondo es cielo, se confunde con toda la grisura de estos días velados. Sin
embargo, la vegetación reluce, lavada como está por la constante presencia de
la lluvia. El barro es casi rojo en su contraste con los arbustos: enebros,
margallones y lavandas surgiendo entre las rocas, rompiendo con color la
irregular orografía del terreno. Algo antiguo, rupestre, milenario se escucha
en aquel sitio. Aquí el espacio en blanco trae recuerdos de antiguos
pobladores, de ritos y atalayas, de tálamos y torres, de caza y sacrificios a
los dioses. No faltan construcciones que tratan de emular esas leyendas en los
alrededores.
Las ruinas de la vieja urbanización abandonada conocida como
El Greco se han ido incorporando a este paisaje de una manera extraña, quizás
antinatural, pero en cierto modo lógica. A las faldas del Montgó, su vacío
fantasma evoca otro tipo de historias más terribles, góticas. La bruma que
rodea al gigante de basalto ayuda a
completar esa atmósfera de muertos que regresan, de extrañas desapariciones, de
gritos en la noche. Pero también se escuchan relatos de familias que se
marchan, de pueblos que sucumben a la tiranía urbana.
A veces el paisaje nos dice lo contrario de lo que dice,
evoca narraciones opuestas a su apariencia, a su auténtica formación. Lo que
cuenta del incendio la ruta de Molins por la torre del Gerro es un débil
testimonio de ramas secas, de árboles negros, ya casi inexistente. Los viejos
apartamentos abandonados dicen algo de la especulación inmobiliaria de la zona,
pero cuentan otras cosas ajenas a ese hecho. El mar en el invierno, liberado de
los bullicios y del consumo y el comercio estival, no trae historias de calma y
de sosiego, sino de galernas y naufragios, de pasiones y tormentas. Como una
tablilla de cera, la imagen del paisaje espera que se deposite en ella el
estilete de nuestra imaginación. Escribimos historias encima del paisaje. Y
allí quedan las dos: un resto de verdad y dos partes de ficción que lentamente
se irán incorporando a la verdad. A veces escribir es también observar y
caminar.
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