
“Y ahora entra en escena otra vez el silencio, su majestad el silencio, el que a veces te obliga a decir lo que no quieres y a callarte lo que anhelas decir, el urdidor de equívocos, de esperanzas, de angustias, de culpas, de las más fantásticas sugerencias o hipótesis, espada que hiere y elixir que alivia, cornadas de grillo que a veces son mortales, escaparate y trastienda donde ocultarse o exhibirse, albergue donde descansar y laberinto en el que extraviarse, el comediante de las mil caras, (…) el que con más secreta elocuencia nos define, porque tanto o más que por nuestras palabras los demás nos conocen e intuyen por nuestros silencios”
Luis Landero
La vida negociable
Por mínimo que sea, un silencio contiene siempre un cosmos inabarcable de significados, un frágil universo de hechos y omisiones, un aleph de posibilidades truncadas. Las cosas que el silencio contiene acaban deshaciéndose en el vaho de los días, ruedan por las escarpaduras de nuestra común historia y desaparecen doblemente al no merecer siquiera la gloria de ser dichas. Un pensamiento que no es un pensamiento. Un deseo. Un proyecto. Un bosquejo. Una cita. Sin embargo, porque siempre hay un sin embargo, a veces en vez de borrarlas, subraya con más ahínco las cosas que no decimos, las graba en la garganta de nuestra mudez, en el gran altavoz de la conciencia. Las palabras que nunca dijimos, como en un tango o un bolero.
Hoy habito ese silencio. Pero no me refiero a ese sosiego
momentáneo derivado del acto -siempre silencioso salvo por las teclas del
ordenador- de escribir, ni a ese otro trágico y poético lleno de preguntas y
desgarradoras dudas, sino a uno simple, prosaico, cotidiano, impuesto por
imperativo médico: una afonía severa me impide impartir mis clases y mantener
mis habituales charlas. Ni cantar en la ducha, ni enrollarme más de la cuenta
en la cola de la pescadería, ni soltar mis ocurrentes y divertidas bromas a diestro y siniestro. La vida transcurre
apacible, claro, porque escribir y leer son acciones que prefiero y que a su
vez prefieren el sigilo y la calma, pero a veces me siento indefensa: abro la
boca y no sale nada, apenas un hilillo roto, y paso las horas sin decir ni pío,
y al caer la tarde recuerdo cómo era mi voz y me lleno de nostalgia.
A ratos me consuelo imaginando cómo era mi vida antes del
silencio. Me veo en la tarima explicando a mis alumnos con voz grave los
interesantes capítulos de la literatura última o recitando unos versos ante un
auditorio lleno de público arrobado. Me contemplo sumida en largas
conversaciones filosóficas, esgrimiendo argumentos irrebatibles, irrefutables,
luminosos... Y también cantando con la guitarra ante un estadio de fútbol
atestado de fans. Otras veces, me consuelo con cosas más sencillas, como
escribir esta entrada para poder decir en silencio lo que mi voz no puede decir
en voz alta. O me permito deambular sin rumbo por las calles mientras el sol se
pone y corona a la vez las crestas de los edificios. O me quedo mirando cómo
brotan las caléndulas que acabo de plantar. O siento esa concordia del patio de
viviendas cuando al caer la noche se encienden las ventanas. Son cosas muy
sencillas, como lavarse la cara y aspirar el aroma del jabón, como mirar las
flores y simplemente olerlas. Al fin y al cabo, ellas también habitan conmigo
este silencio repleto de significados.
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