Ahora que termina el
cumplimiento
de la felicidad ya
consumada,
vuelve bajo la forma
del recuerdo
la esperanza que nunca
nos defrauda,
la flor de la promesa
que era el sueño
de la savia creciente
en la semana.
La sangre que pujaba en
el deseo.
Y los días de fiesta,
que fracasan.
Enrique Andrés Ruiz
(Los verdaderos
domingos de la vida)
Camino despacio hacia la casa familiar. Es domingo. Y fiesta
de guardar. El sol transparenta las hojas de las moreras, más intensas aún en
su amarillo, recortadas en el cielo azul y frío de diciembre. Las calle está
llena de gente, de destellos, de esa calma serena que tienen los días festivos,
de ese silencio contenido en murmullo. Si alzo aún más la vista, me encuentro
con la ventana del dormitorio de mis padres. He estado allí tantos domingos que
mirarla desde fuera es también, inevitablemente, mirarla desde dentro. El sol
alcanzando el alféizar, los azulejos del suelo, el banco que mi madre ha puesto
a los pies de la cama y un recorte muy breve de edredón. También el olor a ropa
limpia, la brisa fresca y matinal que airea las habitaciones fatigadas de
estufa. La música de un organillo lejano, las campanas anunciando la misa de
las doce y el humo de la cocina. Un escalofrío de felicidad muy verdadero
acompaña mis pasos hacia el portal iluminado. Porque todo parece detenido en el
tiempo, como si siempre fuera a ser así, suspendido en una eternidad momentánea
e intensa. El timbre, la voz de mi padre al otro lado, el ascensor que sube más
rápido, las voces de los niños tras la puerta entreabierta. No importa si es
mentira o si es fugaz. Estar aquí y ahora, sentir esta dulzura radiante y
repentina, repetir para mí, mientras entro en la casa y recorro el pasillo
hacia el salón, que estos, que son estos los verdaderos domingos de la vida.
Qué bien enlazas los pequeños detalles cotidianos para que un simple día se transforme en un milagro. Besos
ResponderEliminarGracias Susana. Creo que tú también sabes un poco de esos detalles cotidianos... Y del milagro de escribirlos. Besos.
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