“Se ha escrito que la belleza es ‘lo que resplandece y deslumbra’ (Homero), una manifestación del bien (Platón), la armonía entre las partes (Aristóteles), otro nombre de la gracia espiritual (Plotino), ‘aquello que complace universalmente sin necesidad de concepto’ (I. Kant), ‘un reconocimiento de lo general en lo particular (A. Schopenhauer), un tónico que hace más digerible la verdad (F. Nietzsche), un exorcismo contra la muerte (G. Leopardi), ‘un instinto social’ (E. Burke), ‘una promesa de felicidad’ (Stendhal), ‘la inminencia de una revelación que no se produce’ (J.L. Borges), un indicador de calidad genética (E.O. Wilson) y no sé cuántas cosas más. Más allá de definiciones teóricas y más acá de una emoción compartida, la belleza de un libro existe únicamente en la mente del que lo lee.”
Santiago Berruete, Cultivar la mirada, Verdolatría
Santiago Berruete, Cultivar la mirada, Verdolatría
A veces me devano los sesos intentando explicar en clase qué es literatura. Sobre todo porque odio las definiciones que vienen en los libros de texto. Sus simplificaciones. La literatura es el arte de las palabras.Y entra para examen. El arte, subrayo yo, que no es morirte de frío. Después se hace un silencio incómodo, esa mezcla de vergüenza y compasión que invade a los adolescentes cuando el profesor hace un chiste muy malo. Yo aprovecho ese silencio para ponerme seria e intentar empezar por el principio. Entonces les hablo del arte y del placer estético. De la memoria y de las emociones. De cómo los temas que realmente nos preocupan se reducen a dos: el amor y el tiempo. Como si estuviera impartiendo un curso de estética en la Universidad de Gotinga. Les cuento la anécdota de la rana de Voltaire, hablamos de la relatividad de la belleza, de los gustos y los colores, del arte moderno, de la belleza física, del placer, de lo aprendido y lo genético. Hablamos de muchas cosas porque lo importante es que piensen, no que memoricen, porque en el fondo y como siempre ellos saben (ya lo sabía Sócrates) mucho más de lo que creen.
Cuando acaba la clase les pregunto si saben ya lo que es literatura. Y ellos me miran de nuevo como si les estuviera contando un chiste. A fuerza de repetición, de tópicos y de lecturas obligatorias hemos conseguido que los adolescentes piensen que la literatura y la belleza no tienen nada que ver. En vez de ‘cultivar su mirada’, les hemos graduado unas gafas que impiden ver de lejos, más allá de los planes de estudio y las demandas del mercado. Sin embargo, cuando vuelven a casa, o al salir al recreo, no se ponen a hacer problemas de matemáticas, ni a analizar los lexemas y los morfemas de una palabra, se quedan mirando a aquel compañero de otro curso, o los ojos de su amiga cuando ríe, o el azul intenso de los cielos de invierno recortando el relieve de la Sierra Calderona.
Yo también me marcho a casa con una brizna de belleza entre los dedos. Una brizna efímera e intangible. La lección de hoy es del viento, no ocupa hojas de apuntes ni ejércitos de ejercicios. Porque la belleza no se puede medir, ni se puede concretar. Igual que el amor no se elige, la belleza no se explica: se te mete en el ojo como una mota de polvo arrastrada por ese mismo viento que barre las palabras. Lo bello nos conmueve, nos encoge, nos vuelca. ¿Cómo darle la espada a la belleza? ¿Cómo no girarse mil veces para verla pasar una vez más?
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