
Circunstancias administrativas que evito relatar, me han llevado estos días a tener que asistir a un curso al lado del colegio donde estudié cuando era pequeña. Quiere el destino también que en estos mismos días esté traduciendo a palabras algunos recuerdos y memorias de aquellos tiempos lejanos. Porque a veces, muy pocas pero muy intensas, las cosas se alían delante de nosotros para mostrarnos el mundo con una intensidad redoblada. La gente normal les llama casualidades. Nosotros, los poetas, preferimos llamarlo emoción poética.
Y en ella me sumerjo cada vez que paso por aquella zona, igual que se sumergen mis ojos en el agua de la fuente que aún perdura en el patio del colegio. Una fuente de mármol con cuatro caños pegada a la pared de ladrillo caravista y que apenas me alcanza la rodilla. Así de pequeños fuimos. Más bajos que mis muslos. Pequeños e independientes para correr y jugar y beber y caernos y llenarnos las rodillas de peladuras y hacer cola en la fuente cuando nos entraba a todos la sed. Porque fuimos pequeños y normales y a las cosas les llamábamos por su nombre: canasta, banco, clase, don. E íbamos a beber a esas fuentes minúsculas y las salpicaduras y los escupitajos y los restos de globos que quedaban pegados en el caño como un testimonio de antiguas naumaquias. Y el agua turbia que se hacía en el fondo de la pila donde caían las hojas del eucalipto. Y la arena que el viento levantaba en los días de Pascua junto a las cometas. Las fuentes pegadas a la caseta de los baños, también en miniatura, con baldosas azules e inscripciones de amor pintadas en las puertas y el terror de quedarse encerrado detrás de ellas. Las bolas de algodón del chopo, el escondite detrás de los cipreses, el tronco del árbol caído y que servía de puente para cruzar el gran charco perenne de aquel patio interminable.
Intento desdoblarme al pasar por la puerta del colegio para ver mejor todas esas escenas. Entonces no sabíamos que aquellos cuatro muros eran el paraíso, porque es condición del paraíso no saber que se habita y querer escapar. Por eso algunas mañanas nos quedábamos en la puerta y mirábamos la calle detrás de los barrotes deseando estar fuera. Veíamos pasar gente paseando sus perros, madres que iban a la compra, barrenderos, funcionarios, adolescentes, incluso alguna chica joven que pasaba por allí tal vez de camino hacia algún curso. Entonces, cuando éramos así de pequeños, como la fuente de mármol, entonces cuando las cosas carecían de nombre.
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