Esta noche ha caído un pequeño aguacero y el aroma que se ha colado en la casa por los cristales entreabiertos de la cocina ha despertado al caracol. Después de siete días en la misma posición, tras una semana eterna de inmovilidad y agónicas premoniciones, el bicho se ha puesto a caminar por la caja, se ha rebozado en harina, ha chupado el cartón, ha dejado su baba en forma de extraños jeroglíficos (quién sabe si versos y en qué idioma) por todos los rincones y ha intentado trepar (quizás lo haya logrado) a los altísimos brotes de lenteja que crecen para él dentro de una preciosa maceta de color rojo. El caso es que viéndolo así, feliz entre los elementos naturales, he comprendido que ha llegado el momento de separarnos. Sería injusto, ahora que sabemos más si cabe lo valiosa que es la libertad, mantener su absurdo cautiverio. En estos días, el caracol, confinado igual que nosotros, se ha convertido en una metáfora y su permanencia en casa no tiene ningún objeto más que el capricho de la observación y el placer que me proporcionan su compañía y el relato de sus andanzas. Así que esta tarde lo hemos liberado en el Parque Central.
A la hora convenida del paseo, después de haber dudado varias veces sobre sus posibilidades de supervivencia en medio hostil, tras enconados debates familiares sobre la idoneidad del cautiverio y los peligros del campo abierto, tras un cada vez más descafeinado aplauso vecinal y sobre todo, en un rapto de audacia y desprendimiento, me he dirigido a la begonia donde ha dormido esta noche, he estirado con sumo cuidado de la cáscara y lo he metido en una vieja caja de Almax debidamente acondicionada con lecho de lechuga fresca. Después lo he introducido en mi bolso junto al gel hidroalcohólico y las llaves y nos hemos puesto en camino.
Mientras andaba sentía su presencia dentro de mi bolso, su pequeña vida latiendo allí dentro, su blando corazón (¿tienen los caracoles corazón?) desconcertado y temeroso preguntándose qué nueva catástrofe (no hay que olvidar su origen campesino, su paso por la nevera, su viaje en camión o en furgoneta hasta el mercado de Ruzafa) se cernía sobre él.
Él pensaba que era su corazón preso de la emoción por lo desconocido, pero yo sé que en realidad era el traqueteo del viaje. Había que andar deprisa porque a las ocho y media empiezan a cerrar el parque y la idea de regresar a casa con el bicho en el bolso y volverlo a poner en la caja de zapatos y mirarlo de nuevo inmóvil durante una semana ya no era posible. No podía imaginar que el camino iba a estar lleno de adversidades: media docena de encuentros, puertas cerrándose al llegar, viandantes invasores caminando sin respetar las medidas de seguridad por las estrechas sendas, tristeza prematura por la pérdida. Tampoco quería abandonarlo en cualquier alcorque o medianera vegetal, expuesto a pisotones o atropellos.
Al llegar al jardín de las lavandas, al contemplar las matas perfumadas de romero meciéndose en el aire de mayo, al admirar las manzanillas bordes como botones dorados y el aroma intensísimo de salvias y de azahares, he comprendido que había llegado la hora de la separación. Así que me he apresurado a depositarlo en un lugar seguro lejos de las pisadas mientras el vigilante del parque nos achuchaba con su silbato. Ha sido una despedida rápida, sin tiempo para discursos ni para lágrimas. Solo un adiós caracol mientras me alejaba que me ha encogido el alma. Será feliz en la tierra, rodeado de tomillos, cantuesos y madreselvas, me he dicho a mí misma. Esperando la lluvia. Respirando su oxígeno. Royendo sus hojitas tiernas. Será un caracol feliz, pero sobre todo, será un caracol libre, porque la libertad, Sancho (y esto lo he dicho dirigiéndome a él) es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos. También a los caracoles.
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