Dijo el caracol:
esto sí es prisa
voy como una exhalación
Antonio Machado (Proverbios y cantares)
El caracol lleva cuatro días sin moverse. Le he puesto restos de calabacín y espinaca, un rabito de zanahoria y hasta un trozo de queso. También he puesto a germinar unas lentejas por si prefiere los brotes tiernos. Desde que se comió los versos de Juan Ramón, no ha vuelto a probar bocado. Ni se ha movido del sitio, ni ha sacado sus viscosos cuernos al sol. Quizás se ha tomado demasiado en serio la consigna de estos tiempos -quédate en casa- y no se ha enterado de que hoy ya podemos salir a dar paseos o a correr.
El caso es que verlo así, tan inmóvil, tan inerte, me ha recordado una historia medio cómica y medio triste de mi infancia. Fue en el cumpleaños que mi amiga Paula García Sabio celebró en un chalet de La Canyada. Cansadas de las cucañas, los árboles y los juegos, con las rodillas llenas de rascones y las perfectas coletas completamente despeinadas, pasada la media tarde, alguien propuso hacer una carrera de caracoles. Supongo que las carreras de caracoles son divertidas por lo paradójico que supone ver correr al animal más lento del mundo. Cada una de nosotras (¿quiénes éramos entonces?) buscó su caracol entre la hierba. Como eran todos iguales, alguien con muy buen criterio sugirió que les pintáramos el número en la concha. Y lo hicimos, con temperas y gran profusión de colores.
Después los dispusimos en la línea de salida y los miramos correr dejando su estela plateada en el suelo de cemento mientras los animábamos . Cuando terminó el evento deportivo (no puedo, lógicamente, recordar quién ganó), mi amiga Paula y yo decidimos que nuestros caracoles lo habían hecho muy bien, que eran atletas de alto rendimiento y que debíamos guardarlos para una próxima carrera, así que los recogimos y los metimos en el buzón de su casa. Unos días más tarde Paula me contó horrorizada que había ido a buscarlos y que estaban muertos, completamente secos, añadió, y acercó la mano a su cuello simulando un corte mientras sacaba la lengua y torcía el gesto para dar más énfasis al suceso. Algún mayor dijo que seguramente había sido culpa nuestra, por pintarles la cáscara, que era el lugar por donde respiraban. Quién sabe. Nosotras nos sentimos muy culpables y tristes. Les habíamos puesto nombre y teníamos grandes planes para ellos.
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